Este post había sido concebido como mi carta de motivación para Rolling Stone, pero en vista de las fallas técnicas sólo ha podido quedarse en el blog. El miércoles y jueves fueron los conciertos que clausuraban el concurso “Musiques de R.U.”, una competencia a nivel nacional para grupos universitarios organizada por el CROUS (el organismo estatal que se encarga de los restaurantes y residencias universitarios). El miércoles tocaron seis grupos, en una sala de conciertos toda deprimente, rodeada por residencias universitarias de bajo presupuesto y un área verde con casas rodantes (que inexplicablemente aparecieron allí hace unas semanas). Pero ayer acomodaron a las tres mejores bandas en un escenario al aire libre, ligeramente menos deprimente… también rodeado de residencias universitarias.
En teoría el concierto no se miraba nada prometedor, por eso de que lo que no cuesta nada no vale nada, pero para mi gran sorpresa los grupos resultaron muy buenos. Dios sabe lo quisquillosa que soy con la música, pero si el miércoles llegué allí por pura casualidad, el jueves fui voluntariamente a aguantar frío y regaños de uno de los organizadores que nos pidió, a los pocos pelados que estábamos al principio, acercarnos al escenario y dejar de ser tan malcriados con el grupo. (Yo sólo hice la relación con los estudiantes en la universidad que por nada del mundo se sientan en las primeras filas. ¿Qué tipo de trauma será ese?)
En fin, siento un gran pesar por el primer grupo, llamado The Shelly’s, ya fueron los primeros en tocar, a las ocho y media de la noche, cuando el sol no se ha ocultado todavía y la gente no se ha emborrachado. Así que sólo tuvieron unos cuantos espectadores que no se miraban muy motivados. Esther y yo no hemos tenido mucha práctica en esto de ser groupies para haber podido arreglar su noche. Fue el único grupo que cantó en inglés, el vocalista estaba agradable a la vista y su rock-pop estaba muy interesante. Ahora que lo pienso, tenían todo para que mi adolescente de dieciséis años interior se abalanzara encima de ellos, pero con tan poca gente hubiera sido demasiado obvio. Mi intención original era publicar videos del concierto que tomé con mi deplorable Sony DSC-W370, que si menciono su especificación es para que nadie cometa el error de comprarla. Es cierto que el sonido era bastante fuerte y que por eso los videos salieron fatales, pero me costó muchísimo sacar fotos más o menos decentes de esa noche. Eso y que necesito un curso de fotografía con urgencia. Así que tendré que recurrir al cuasi-infalible youtube.
Y ahora mis consentidos de la semana: Tock’art. El miércoles los vi por primera vez y quedé completamente en shock de lo carismáticos y buenos que son. Para mi gran fortuna tienen un disco, con siete canciones, que vendieron al final de la noche y que no pude resistirme a comprar. Son muy divertidos, como una mezcla de rock con reggae y con letras completamente chistosas. Tienen todo un espectáculo preparado para cada canción, hasta con diálogos y a pesar que el disco es bueno, verlos en vivo es mucho más entretenido porque le agregan más partes a las canciones.
Y cuando yo no creía que alguien podía superar a Tock’art apareció en escena JB’s, un grupo de hip-hop. Cuando el chavo empezó a cantar, no lo podía creer. ¡Existe en el mundo hip-hop capaz de gustarme! (Que no sea de los Beastie Boys.) Bailamos, cantamos cuando él nos pidió que lo hiciéramos, estuvo excelente. Tanto que cuando lo anunciaron como el ganador del concurso, me dio lástima por los otros dos grupos, pero sí se lo merece.
Una vez terminado el concurso, e irónicamente con más gente y más entusiasmada, el concierto terminó con la participación de HK & les saltimbanks, un grupo que mezcla música árabe con rock y reggae, con letras de contenido muy político. Con ellos presencié mi primer “crowd-surfing” y deben estar agradecidos que los que se atrevieron a hacerlo no se me acercaron lo suficiente. Con mis pocos deseos de manosear extraños temo que se hubieran caído.
En fin, no sé si fue la música, el alcohol relativamente barato o el ambiente, pero creo que ir a conciertos si sería un tipo de salidas que podría repetir, sin culpa por sentirme antisocial, sin sentir que mato mis neuronas inútilmente y con el disfrute adicional de sentir que podría conocer grupos esotéricos que tal vez algún día sean conocidos y que yo pueda decir que los vi, cuando todavía no eran ricos y famosos.
New Dystopia es el nombre de la novela/catálogo de la más reciente exposición del CAPC. Una obra del autor de ciencia ficción Mark von Schlengell a petición del curador del museo Alexis Vaillant, que tiene como propósito tratar el tema de las utopías invertidas, las distopías.
El edificio divide las obras en dos categorías: la nave principal representa un “paisaje distópico”, las de las galerías muestran visiones apocalípticas. Lo interesante es que la exposición, aún sin conocer su concepto teórico (que es como la vimos) es capaz de transmitir esa sensación de desastre, de fin de los tiempos, de decadencia y destrucción de la raza humana. Un futuro prometedor desde mi punto de vista, pero celebremos un poco la diversidad de opiniones.
Muchas cosas pueden decirse sobre el cerdo y ahora, gracias a Michel Pastoureau, puedo decir que es históricamente fascinante. En un verdadero acto de provocación, le dedica un libro completo a ese polifacético, adorable y, hay que reconocerlo, exquisito animal que tanta alegría nos da en Navidad. Digo provocación porque tengo en mi escritorio la historia del oso, un tomo equivalente a una tesis de doctorado y preferí leer este libro antes porque soy una mujer del siglo XXI y vivo por los escándalos. Lo único controversial con respecto a los osos en mi vida es que todavía duermo con uno en peluche. Pero el aura del cerdo encierra tantos misterios, tantos tabús. ¿Por qué fue realmente tan provocador cuando Gibreel Farishta comió tocino en Los versos satánicos? ¿Por qué tenemos tan incrustado en nuestro lenguaje las connotaciones negativas de la palabra cerdo y sus múltiples sinónimos? Estas y otras interrogantes son las que trata de responder Pastoureau a través de un relato que nos lleva a los tiempos lejanos en los que el cerdo era uno de tantos animales del bosque.
El cerdo, así como su pariente el jabalí, comenzó siendo un rebelde animal de los bosques, amante de las bellotas. Tenía un puesto de honor en pueblos antiguos como los celtas, los egipcios y los romanos. Y el jabalí ha sido eternamente un símbolo asociado a la fuerza, al vigor. Y si nos fiamos a Obélix, al buen gusto culinario (de hecho los jabalíes más apreciados venían de Galia). Poco a poco el hombre lo enreda en sus perversas redes hasta lograr domesticarlo siete siglos antes de nuestra era, pero no por eso el animal pierde su nexo con el bosque. De hecho, su popularidad a lo largo de los tiempos está intrínsecamente ligada a la explotación forestal: los lugares donde predomina el cultivo de cereales es donde hay menos cerdos porque se han visto en la necesidad de deforestar para sembrar. Los cerdos cuando vivían en los pueblos deambulaban en libertad (me encanta cómo se explica este hecho como si no fuera habitual encontrarlo en varias partes del mundo todavía) y así como habían pastores de ovejas, habían pastores de cerdos, los más bajos en la jerarquía.
El mundo fue evolucionando hasta encerrar al cerdo en las porquerizas de las granjas para al final terminar condenándolo a la crueldad de la cría extensiva de la actualidad. El libro, sin intentar ser moralizador, sólo por el hecho de narrar cómo han cambiado las condiciones de vida de estos animales a lo largo del tiempo, muestra la grosería que se comete con estas y con otras criaturas. Y bueno, quien dice humanos dice también mejoramiento de razas y experimentaciones genéticas: los cerdos rosaditos y bajitos como los conocemos ahora serían un producto de combinaciones obtenidas con especies del Extremo Oriente a partir del siglo XVIII, siendo antes oscuros y con las patas más largas.
La historia del cerdo ocupa la primera mitad de la obra, reservando la segunda parte a los tabús que lo rodean y a las relaciones que tenemos con él. Pastoureau intenta descifrar porqué es que los judíos no comen cerdo, pero más que eso, nos muestra que ese atributo ha llegado a definirlos tanto no porque sea realmente importante –en realidad es una prohibición entre otras tantas-, sino porque los cristianos lo hemos visto así. Queda aclarado que más que razones higiénicas o simbólicas es muy probable que el sacrificio de los cerdos a los dioses que practicaban los Cananeos haya impulsado a los judíos a querer diferenciarse de ellos prohibiendo cualquier contacto con estos animales. Lo que es de los musulmanes, como nos explica el autor, a pesar de las teorías que la rodean, es una prohibición que se encuentra de manera explícita en el Corán y si es así, no debe discutirse o cuestionarse. Por supuesto, una parte importante del libro es sobre el cerdo en la Edad Media, donde entra en el rango de las criaturas diabólicas. Los bestiarios recuerdan que “nunca mira al cielo” y cuando en alguno de sus paseos por el pueblo golpea por accidente a las personas, algunas veces con resultados fatales, llegan incluso a entablar juicios contra él.
Los cerdos en la cultura han tenido múltiples facetas. Para empezar, han llegado a adquirir el estatuto de compañero fiel de San Antonio –aunque esto sea históricamente inexacto-, pero por lo menos lo reivindica en algo. Los asociamos con el dinero en forma de alcancías desde la segunda mitad del siglo XVIII, se convierten en estrellas de los cuentos infantiles en ese mismo siglo y son verdaderas estrellas del cine contemporáneo, véase Babe, El puerquito valiente. Las relaciones que los humanos entablamos con el cerdo son tan cercanas y conflictivas que Pastoureau sugiere que tenemos algo equivalente a un parentesco. Nuestros órganos internos se parecen, los dos somos omnívoros, somos casi igual de inteligentes (aunque en esto me inclino a favor del cerdo) y si nos fiamos a los sobrevivientes del accidente aéreo en los Andes en 1972, tenemos el mismo sabor. ¿Será esta la razón primaria de toda la mala reputación del cerdo?
El libro, intercalado con abundantes ilustraciones de los cerdos a través de los tiempos, es un deleite ininterrumpido, gracias al estilo agradable y al sentido del humor de su autor. Es extraordinario cómo analizando un tema como este se va teniendo una mejor perspectiva de la evolución de nuestra sociedad porque desde luego, es imposible analizarlo aislado de todos los otros componentes de la vida humana. Alguien debería empezar a utilizar los libros de Pastoureau para las clases de Historia en las escuelas primarias.
Voy a pecar de insolente y permitirme hacer algunas adiciones sobre los cerdos en la historia de mi vida. Para empezar, así como la Rana René fue uno de los primeros hombres de mi vida, Miss Piggy fue uno de mis primeros modelos a seguir. Su clase, glamour y seguridad ante la vida fueron una fuente incesante de inspiración en mis primeros años. Y todavía me acuerdo del peluchito de Miss Piggy con su vestidito rojo que tenía Bertha, era muy bonito. Mis abuelos tenían una granja cuando yo estaba pequeña y cuando íbamos de visita cada verano, mi hermano y yo pasábamos mucho tiempo con los animales. Como verdaderos citadinos no hacíamos nada productivo, pero convivíamos tanto con ellos que mi hermano decía comprender lo que los cerditos decían. Era todo un traductor que me explicaba lo que ellos querían hacernos saber.
Tori Amos en su disco Boys for Pele posó en una fotografía amamantando a un cerdo, para ilustrar su instinto maternal. Me enamoré de la cerdita Olivia que aparece en varios cuentos infantiles del autor Ian Falconer, al punto que mi computadora tomó su nombre. Finalmente, han habido varios cerdos que serán recordados a través de la Historia, como el cerdo de San Antonio o el cerdo que mató al primogénito del rey Luis VI haciéndolo caer del caballo, pero pasará mucho tiempo antes de que un cerdo alcance el estatus de celebridad que tuvo Max, la mascota de George Clooney, que lo acompañó durante 18 años. Todavía recuerdo el día en que murió… Afortunadamente E! News le dedicó un segmento para despedirse. Rindo tributo a estos hermosos animales con una canción en su honor, que no pudo haber sido escrita por otro que no fuera Cri-Cri.
PASTOUREAU Michel, Le Cochon, Histoire d’un cousin mal aimé, Gallimard, Paris, 2009, Collection Découvertes Gallimard
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