El Museo de Artes decorativas de Bordeaux fusiona tres conceptos a la vez: por un lado recrea una lujosa residencia de finales del siglo XVIII, por otro muestra vajillas, mobiliario o adornos que van desde el siglo XV hasta el siglo XX y dedica una parte no menos importante a producciones contemporáneas donde resaltan la de creadores locales. Está ubicado en una residencia que data de 1779 y que fue construida para un parlamentario de apellido Lalande, de quien el edificio toma su nombre. No habrá servido mucho tiempo como casa de habitación ya que fue confiscado durante la Revolución y cuando finalmente lo compra la ciudad en 1880 readecuó su jardín en prisión. Funciona como museo desde 1925 y se especializa en artes decorativas desde 1984.
El museo trata de rendir homenaje a su pasado como residencia mostrando lo que pudo haber sido la disposición original de los muebles en las habitaciones que conservan su función y honra a los que han enriquecido la colección del museo agrupando obras según sus dueños originales y nombrando las salas de acuerdo a los mismos. Cada sala tiene su tema, decoración y obras particulares y tiene tantas cosas que ver que se pueden pasar horas en el museo, especialmente al tratar de ver todos esos objetos pequeñitos y absolutamente hermosos.
Para esta primera parte vamos a ver imágenes de los primeros dos pisos, que se concentran en obras anteriores al siglo XIX, dejando el siglo XX y XXI para la próxima semana. La estatua ecuestre es de Louis XV:Estas son reducciones de las estatuas del peristilo del Grand Théâtre:
Me encontraba en la sesión de prueba de un gimnasio que queda cerca de mi casa, en lo que sería una escena ideal de película: una multitud completamente sincronizada en una rutina de aeróbicos mezclados con algún tipo de baile que no logré identificar si era ballet o danza contemporánea, donde para rematar el profesor daba la clase de frente y no de espaldas, y yo, que resaltaba por hacer exactamente lo contrario a todo el mundo y por tener cara de estar desubicada y desamparada. En medio de la conmoción, me puse a pensar que hoy trabajé todo el día y fui al gimnasio por la noche, exactamente las mismas actividades que estaba realizando hace un año. Es como si me encontrara exactamente en el mismo lugar, pero en un nivel diferente.
Estas vacaciones estoy aprovechando para retomar mis orígenes profesionales y volver a la práctica arquitectónica pura. Estoy en una agencia donde soy la única mujer, algo que ya me ha sucedido en varias ocasiones y donde puedo dedicarme a dibujar hasta el cansancio. Me encanta leer y escribir y me ha fascinado la maestría hasta ahora, pero es muy reconfortante hacer algo que se ha convertido en mi segunda naturaleza y donde la adaptación es menos áspera. Pero la maestría me persigue en cierta forma y se mezcla con mi trabajo porque tengo la oportunidad de ver los edificios históricos desde una nueva perspectiva: ya no son objetos que analizar a la distancia, trabajo con ellos desde sus entrañas y puedo apreciar su transformación de hoteles abandonados a apartamentos de lujo.
Por supuesto, para contrarrestar el sedentarismo diurno es necesario que haga ejercicio. Es imperativo además porque hace poco regresé de casi dos semanas de comer pizzas recalentadas, pasta y sándwiches y absolutamente nada de ensaladas en Italia. A eso hay que agregarle que desde que se fue Esther no he vuelto a correr, o hacer alguna flexión o abdominal, ni siquiera por accidente. Yo sabía que era Esther la razón por la que hacía ejercicio: sin ella no hay motivación, la pereza es demasiada y los noticieros franceses están plagados de reportajes sobre corredoras que han sido secuestradas y han aparecido tiradas en los bosques, por lo que no me atrevo a ir yo sola a dar vueltas por mi universidad. La única presión que me puedo imponer para ejercitarme es pagar por ello, por lo que decidí darme una vuelta por los gimnasios que tengo cerca para ver qué tal. Hasta ahora el que he visto tiene una sala de pesas junto con las máquinas de cardio y otra sala para los aeróbicos. “Son 800 metros cuadrados!”, me dijo el señor ofendido cuando le pregunté si eso era todo. Mi antiguo gimnasio tenía canchas de basket, fútbol, racquetball, salas de spinning, de artes marciales, para aeróbicos, una sala de pesas y dos de cardio pero lo mejor, es que tenía televisores individuales en cada caminadora y así podía ver programas de cocina mientras corría (mejor dicho, caminaba más o menos rápido). Y me están pidiendo un cheque de garantía de 400 euros, así que probaré otro a ver si es más convincente.
Y por las noches vengo a mi casa a hacerme la cena/almuerzo del día siguiente, a ver el canal de noticias y luego mis series para luego leer. Si la comida fuera hecha por mi madre y estuviera viendo canales gringos, sería como teletransportarme al 2010. Así que estoy haciendo lo mismo, pero he avanzado mucho para llegar a este punto, estoy un peldaño más arriba. Y eso me hizo pensar en Hegel durante la clase de aeróbicos; tal vez por eso nunca pude aprenderme la mísera rutina.
Entre las dieciocho ciudades que se establecieron como “gemelas” de Bordeaux desde 1947, que incluyen metrópolis como Los Ángeles o Múnich, pasando por ciudades latinoamericanas como Lima en Perú, en los últimos años es hacia Bilbao que se han dirigido todas las miradas de la ciudad del Puerto de la Luna. Desde hace tres décadas, las dos ciudades han querido moldearse como verdaderas urbes del nuevo milenio que atraigan la atención de los turistas, inversionistas y que sean capaces de atraer financiamientos de la Unión Europea. Sin embargo, a pesar que sus intenciones sean las mismas, Bordeaux y Bilbao han recorrido dos caminos para transformarse. Tal vez es muy pronto para determinar cuál de las dos ganará esta competencia del desarrollo, pero sin duda habrá mucho material por analizar en los próximos años con respecto a este tema.
Por un lado, Bordeaux se enfrenta a un dilema muy interesante. Su centro histórico está muy bien conservado y por muchos años se ha dado una particular atención a cuidarlo y valorarlo. Por todos lados se escuchan ecos de su imagen de ciudad comerciante, burguesa y conservadora, reticente a todo lo nuevo, tanto en cuestiones sociales como en arquitectónicas. Con la disminución de su actividad portuaria los amplios espacios que bordeaban el río fueron liberados y la ciudad se enfrentaba a la cuestión de cómo readecuarlos de manera que fueran modernos, pero que no entraran en conflicto con los edificios históricos. Por muchos años se buscaron arquitectos estrella que realizaran la remodelación de los antiguos muelles de la Garonne y por mucho que se trató de construir un Bofill, Hadid, o Nouvel, terminó siendo Michel Courajoud el que proyectó con éxito lo que ahora se conoce como los “quais”, con los jardines, las canchas y el espejo de agua, de los cuales la ciudad está tan orgullosa ahora. Es un proyecto bien hecho en todo sentido: renovó la imagen de la ribera y de la ciudad misma, logrando respetar lo histórico pero siendo muy contemporáneo a la vez. Las construcciones contiguas al río son las que están impulsado el crecimiento de la ciudad y en particular de la ribera izquierda; los muelles fueron el detonante para el cambio, así como lo fue el Guggenheim en Bilbao, pero formalmente, estos proyectos son totalmente opuestos. Los muelles de Courajoud se acoplan a su entorno y hasta lo hacen resaltar, allí donde el museo destaca, es un ícono del que se puede hacer un llavero souvenir. Gehry fue únicamente el primero de una lista de arquitectos famosos que han ido a dejar su huella a la ciudad vasca: el metro está hecho por Norman Foster, cerca del Guggenheim se puede ver un puente de Calatrava y se espera que en el futuro Zorrozaurre y Olbeaga tengan masterplans diseñados por Zaha Hadid. Pero más allá de todos esos emblemas, la ciudad ha cambiado, se ve a sí misma de forma distinta y es muy difícil encontrar un libro sobre urbanismo de los últimos años que no hable bien de la nueva Bilbao.
El museo en sí es increíble. Traté de ser lo más desapegada y objetiva posible mientras me acercaba a él, para ver si era capaz de sentir algo que no me hubiera sido transmitido por los libros o las clases en la universidad, pero es difícil no sentirse impresionado, por su tamaño y sus formas. Supongo que revitalizó la ciudad como también mejoró la imagen que el público tiene del arquitecto y de las posibilidades de la arquitectura. Con tanto proyecto banal que se puede construir en cualquier país por su falta de carácter, creo que es necesario tener algunos símbolos que muestren que los arquitectos hacen más que cajas con ventanas. El efecto del arquitecto estrella es controversial porque conlleva muchos efectos, algunos negativos para el profesional común o para el recién graduado que debe tratar de inmiscuirse en el mundo del trabajo cada vez más explotador, pero al mismo tiempo, el impacto del “starchitect” es difícil de abandonar porque en cierto nivel funciona.
Como museo propiamente dicho, el edificio resulta mucho más interesante que algunas de las obras que alberga, sin embargo la estructura no podría ser más apropiada para recibir las piezas perturbadoras, desconcertantes y hasta asquerosas que se pueden ver allí. Me encantaría poder compartirlas pero el museo tiene esa política ridícula de no permitir fotografías en su interior, algo que me parece completamente estúpido. No logro encontrar argumentos convincentes a favor de esta práctica, ya que a diferencia de las piezas antiguas, el arte contemporáneo no se puede dañar con las emisiones de la cámara fotográfica. Puedo entender que la cantidad de gente tomando fotos sería incómoda para poder disfrutar del museo, pero si se toma en cuenta que actualmente no hay nada que no sea accesible en internet, prohibir las fotos en el museo es absurdo. El museo no tiene nada qué perder dejando a los visitantes tomar fotos, mientras que uno debe conformarse con imágenes cualquier de la red cuando uno prefiere tener las suyas.
Las obras del museo ofrecen un amplio espectro de emociones que no pueden dejar indiferente al espectador. Sólo que me gustaría volver luego de terminar el libro que estoy leyendo que trata de desenmascarar la red de individuos detrás del negocio del arte contemporáneo. El libro explica la forma en que los magnates coleccionadores (como la familia Guggenheim), los curadores y los compradores de obras contemporáneas son los que se encargan de promocionar en los círculos museísticos y de ferias mundiales de arte a los creadores de quienes ellos han comprado piezas, para que luego su valor aumente. Visto desde este punto de vista, lo más drástico que puede hacer un comprador para que su obra sea más cara y así hacerse más rico es fundar su propio museo. Estoy aprendiendo sobre cómo la importancia o el supuesto talento de un artista pueden ser grandes farsas. Pero creo que, de alguna forma, las piezas tratan de enviar un mensaje o de emitir una opinión sobre el mundo en el que vivimos.
Tengo que mencionar que la muestra “Abstracción pictórica, 1949-1969” que reúne obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial fue espléndida. Es una verdadera enciclopedia de la época, con todos los artistas famosos de ese período y con piezas hermosas.
Creo que de todos los museos que he visitado hasta ahora, el Guggenheim es el primero que me ha hecho sentir que estuve en un museo de verdad, así como los museos deben ser. A pesar que tiene tres niveles con incontables galerías, es humanamente visitable en un solo día; está bien organizado y es transparente en sus intenciones. Con esto quiero decir que el edificio y sus obras están bien explicados, es rico en información que es fácil de comprender y no trata de hacerse pasar por una institución misteriosa y para iniciados. Es el equivalente intelectual al “show business”: es abrumador, satura los sentidos y te transporta a otra dimensión. Sales sintiéndote asustado por la humanidad por todo lo que viste en su interior, pero satisfecho con tu experiencia, además, si existe un lugar donde se pueda crear un edificio como el Guggenheim, con ese hermoso perrito floreado de Jeff Koons en la entrada, el planeta Tierra no puede ser tan malo.
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