La pregunta que más he escuchado en esta semana es cómo he encontrado Honduras, si mejor o peor. La mejor respuesta que se me ocurre dar es “diferente”, pero no estoy muy segura de quién ha cambiado, si el país o yo. He decidido enfrentar la depresión post-Primer-Mundo con mi técnica infalible para superar los grandes eventos de la vida: alterando mi pelo, en este caso alisándolo, y manteniéndome ocupada. Desde el lunes empecé a ir a clases de baile con mi madre y estoy a la espera de matricularme en un diplomado de pedagogía y en un curso de 3DS Max. He pasado una semana haciendo visitas y mandados y por suerte el cambio de horario hace que me duerma antes de las 10 de la noche, por lo que los días son más cortos y productivos.
He visto muchas personas que están radicalmente transformadas con respecto a hace dos años, otras que se han mantenido igual y ver esos dos polos me ha confirmado que cada quién es resultado de sus propias decisiones más que de vicisitudes del destino.
Ya lo he dicho antes, todo es nuevo y extrañamente conocido, como si mi regreso fuera una tabula rasa que borró lo anterior y me da la oportunidad de empezar de nuevo, a veces con las cosas más pequeñas. Ayer que mi madre tenía que ir al mercado después del gimnasio y terminé acompañándola, algo que ni se me hubiera cruzado por la cabeza antes. La experiencia no sólo no fue desagradable sino que hasta casi puedo decir que la disfruté, comiendo fruta y tomando leche de coco mientras mi mamá hacía las compras. Todavía tenía en mi cabeza las imágenes del mercado cuando yo estaba chiquita y mis papás nos obligaban a mi hermano y a mí a ir con ellos: un lugar lodoso, desordenado, con frutas y verduras regadas en el piso, hombres acosándote y un detestable animador diciendo tonteras por un altavoz. En lugar de eso el lugar estaba pavimentado, con cada vendedor en un puesto asignado, nadie me molestó y por suerte el animador no trabaja los viernes. Me encantaría tomar fotos porque los mercados son de esos lugares que se deben de conocer cuando se visita una ciudad, pero mi exilio no me ha hecho olvidar que las cámaras fotográficas no se deben exhibir en cualquier parte. En todo caso estaba fascinada porque lo puedo comparar a otros mercados que conocí y este no queda tan mal parado después de todo.
Volver a conducir en la ciudad ha sido una hazaña porque hay que volverse a acostumbrar a la falta de reglas o, mejor dicho, al hecho que nadie las cumple. Sin embargo, esta no es una característica exclusiva de nuestro país y estaría mintiendo si dijera que en todos lados la gente conduce tranquila y ordenadamente. Había olvidado la impresión que causa ver a tanta gente pobre pidiendo, lavando vidrios o vendiendo cosas en la calle, pero me doy cuenta que los pobres aquí no sólo se sientan en la calle con sus tres perros gigantes y con rótulos que dicen “tengo hambre”, a simplemente esperar que alguien les regale dinero. O peor, como ese tipo que vi en la calle Sainte-Catherine justo antes de regresar que tenía un cartel en el que pedía dinero para drogas, alcohol y mujeres de buena vida, creyendo que su honestidad lo hacía merecedor de compasión.
Me siento extraña, pero así era antes de irme, así fue mientras estuve en Francia y tal vez ha de pasar mucho tiempo antes de que pueda encontrar un lugar donde pueda decir que estoy totalmente a gusto, así que no es lo externo lo que puede dictar mi tranquilidad. Las olas de tristeza que a veces se presentan son por otras cosas, pero no por Honduras. Aprovecharé por mientras a disfrutar de este lugar como el lugar exótico que me parece por ahora y a reírme de los constantes déjà-vus y cosas conocidas y olvidadas que se presentan todos los días.
The question I’ve been asked the most this past week has been is if I think that Honduras has changed, in a better or worse way. The best answer I can give is that I find it “different”, although I’m not sure which one of us has changed the most, the country or I. I’ve decided to confront the post-First-World depression with my foolproof technique to face great events in life: altering my hair, in this case straightening it up, and also keeping myself busy. On Monday I started going to dance lessons with my mother and I’m waiting to start Teaching and 3DS Max lessons. I’ve spent a whole week visiting people and doing some chores and luckily the jet lag makes me go to bed before 10 at night, so days are shorter and more productive.
I’ve seen so many people who are radically different from what I saw them two years ago; others that remain the same and seeing those two extremes has confirmed that everyone is the result of their own decisions more than they are victims of fate.
I’ve said it before, everything is new and yet strangely familiar, as if coming back has proved to be a tabula rasa that erased the past and gives me the opportunity to start again, sometimes with the tiniest things. Yesterday, my mother needed to go to the market after the gym and I ended up going with her, something I would have never done before. The experience was not unpleasant and I can almost say I enjoyed it, eating fruit and drinking coconut milk while my mother shopped. I still had in mind images of the market when I was very little and my parents forced my brother and me to go with them: a muddy and messy place, with fruits and vegetables scattered all over, men harassing me and an annoying host saying stupid things through a loudspeaker. Instead, the place was paved, each seller was in their assigned spot, no one bothered me and luckily the host doesn’t work on Fridays. I would love to take pictures because markets are those places you have to get to know when you’re visiting a city, but my years in exile have not made me forget that here you shouldn’t parade cameras anywhere. In any case I was fascinated because I can now compare it to other markets I’ve seen and this one is not so bad after all.
Driving in this town has been somewhat of a challenge because you have to get used to the lack of rules or, in other words, to no one abiding to them. However, this is not an exclusive trait of our country and I would be lying if I said that everywhere else people drive calmly and respectfully. I had forgotten the impression caused by seeing so much poor people begging, washing car windows or selling things in the streets, but I realize that poor people here don’t just sit on the street with their three big dogs and signs with “I’m hungry” written on them, just waiting for someone to give them money. Or worse, like that guy I saw in Sainte-Catherine Street just before I came back, who had a sign in which he asked for money for drugs, alcohol and loose women, as if he thought honesty would make him deserve some sort of compassion.
I feel strange, but it was like that before I left, it was like that when I was in France and a lot of time may pass before I find somewhere I can feel entirely comfortable, so external things cannot determine my well-being. The waves of sadness that sometimes show up are for other things, not because of Honduras. So I’ll enjoy this place like the exotic country it seems for now and I’ll laugh at the recurrent déjà-vus and known things already forgotten that appear every day.
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