Ayer salí de clases a las seis y media de la tarde. Fui a buscar mi bicicleta, que está estrenando nueva rueda de adelante luego de sufrir un doloroso y costoso robo frente a mi residencia y como ya estaba oscuro traté de colocar en su lugar la dínamo para que funcione la lámpara que tiene. El señor del taller me explicó cómo hacer eso, pero desde luego, ya en situación, yo era incapaz de seguir sus instrucciones. Luego de quince vergonzosos minutos en los que estuve hincada rogándole a mi bicicleta que obedeciera, me resigné a irme sin iluminación cuando, por supuesto, empezó a llover. Así que al espectáculo patético que represento siempre que ando en bicicleta, ahora había que agregarle oscuridad y lluvia. Y no quiero ni imaginar cómo he de verme normalmente en bicicleta. Decidí empezar a usarla cuando el tranvía se volvió una pesadilla, es decir, desde que empezaron las clases, porque siempre hay que estar esperando diez o más minutos para que llegue uno y cuando finalmente aparece está repleto de gente. Pero también para ver si el aura de elegancia y nonchalance que rodea a varias chavas que son capaces de andar en bicicleta, con vestido y tacones, podía por alguna casualidad transmitirse al tratar de imitarlas. Resulta que no: siempre llego a mi destino sin aliento y empapada de sudor y más de alguna vez me toca bajarme y cargarla porque las cuestas son muy empinadas. Pues en mi trayecto de regreso a casa venía pensando que ese estaba lejos de ser mi único momento en el que me convierto en el “completo opuesto a un arma letal de seducción”. Si soy honesta diría que ese sería el título de mi autobiografía; si soy un poco más piadosa esta es una lista abreviada.
Todos los que me conocen sabe que soy particularmente torpe a la hora de comer y sobre todo cuando se trata de comer con las manos. Ríos de salsa y aceite recorren mis brazos cuando vamos a restaurantes de hamburguesas y pareciera que ignoro la existencia de las servilletas. En realidad odio el desperdicio, y más aún el de salsas deliciosas. Así que me auto-prohíbo ir a comer hamburguesas, o tacos o enchiladas en citas o con colegas de trabajo. Esta es una ocasión reservada sólo para gente de mucha confianza… y para los pobres zoquetes que fueron al restaurante y pueden ver el espectáculo.
También en el área gastronómica, últimamente por cuestiones de horario, ahora me toca comer en el trayecto entre la oficina y la universidad. Esto implica andar por la calle o apretujada en el tranvía tratando de masticar mi sándwich de pollo con mostaza de manera que se vea mínimamente refinado. Es imposible. Aparte de la falta de modales por comer frente a otras personas, cuando estoy en los transportes públicos esto significa que voy a tener que tratar de balancear comer y permanecer de pie mientras el conductor juega a “¿Cuántas personas se van a tropezar con el próximo frenazo?”. Considero la faena todo un éxito si llego a mi destino sin salsa en mi ropa o sin embardunarla en las barras de las cabinas.
Pero cuando se trata de comida nada supera su ausencia: cuando tengo hambre. No sé muy bien porqué pero desde que llegué a Francia mi cuerpo ha adquirido una forma no muy discreta de hacerme saber que es hora de alimentarlo: una sinfonía en surround sound de ruidos estomacales capaces de ser percibidos a varios kilómetros de distancia. Por definición es horrible y vergonzoso, pero aquí hay que agregarle el hecho que los franceses hablan súper bajito y en clases, aún con el profesor hablando, se puede escuchar la caída de un alfiler. He probado de todo, desde llevar una botella con agua hasta chicles para engañar a mi estómago, pero la situación llegó a un punto que tuve que imponer medidas drásticas, como no salir de mi casa a ninguna parte sin haber comido algo. Funciona por unas cuantas horas.
Definitivamente, mi cuerpo y yo somos entidades distintas unidas por necesidad. Y como todo buen prisionero, este aprovecha para vengarse en cuanto se le presenta la ocasión. No importa cuánto café haya tomado, cuánta energía haya tenido durante el día, cuando empieza una conferencia en un auditorio con aire acondicionado, automáticamente se activa mi ciclo de sueño. Esto es algo desastroso y recurrente: cada viernes por la noche en las conferencias de los Amigos de los Museos y cada semana en una clase que dura apenas dos horas pero se siente como de diez. En los Amigos de los Museos no es tan grave si nos guiamos por el contexto, después de todo estoy rodeada por un montón de gente mayor que no sólo duerme también sino que además roncan, pero en clases es lo peor ya que generalmente somos cinco personas o menos. Estoy segura que la semana pasada que el profesor habló de “esa señorita en la segunda fila que se está durmiendo” se refería a mí, así que hoy me tomé tres tazas de café antes de llegar y una a la mitad de la clase y puedo decir que apenas sobreviví. Ahora tengo que desintoxicarme de tanta cafeína.
Y el último en la lista, pero no en la vida real, de mis grandes momentos de gracia y distinción es cuando ahora uso tacones. Hace un año y unos cuantos meses todavía era capaz de usar zapatos altos todos los días por varias horas seguidas con una naturalidad que dejaría atónita a Sofía Vergara. De hecho, me dolían los pies al usar tennis para ir al gimnasio (también tenía dolores agudos de espalda todo el tiempo pero no encuentro la relación entre estos dos hechos) pero sólo llegué aquí y me hice alérgica a los tacones. Eso ocurre cuando deja de funcionar el tranvía y te toca caminar por una hora en la madrugada, bajo el frío, para regresar a tu casa después de bailar toda la noche. Estuve a punto de tirar a la basura las estúpidas botas esas. Pues el otro día no sólo me puse vestido sino que también los zapatos negros de tacón fino que usaba en el trabajo los días que andaba de buen humor y me sentía en un episodio de “The Hills”. Parecía un pato aprendiendo a andar, tropezándome en todas partes. Afortunadamente llevé unas bailarinas en mi cartera, porque me he dado cuenta que esa es la única solución a la torpeza permanente: los planes de contingencia.
Yesterday I finished classes at six thirty in the afternoon. I looked for my bike which is sporting its new front wheel after suffering a painful and costly theft in front of my residence and since it was dark already I tried putting the dynamo in its place so as to use its lamp. The man at the workshop explained to me how to do that, but of course, when it came down to it, I was unable to follow his instructions. After kneeling down for fifteen embarrassing minutes, begging my bike to obey, I resigned to the fact that I would have to leave with no light on, when naturally it began to rain. So not only did I give my usual pathetic biking show but now it included darkness and rain. And I don’t even want to imagine how I must look riding my bike. I decided to use it when the tramway became a nightmare, ever since classes started, because you always have to wait for ten minutes or more for one of them to come and when they finally show up they are always full. But I also wanted to see if the aura of elegance and nonchalance that surround so many girls I’ve seen riding their bikes, even while wearing dresses and high heels, would by any chance permeate to me if I imitated them. Turns out it’s not the case: I always reach my destination breathless and soaked up in sweat and more than once I had to jump out of the bike and carry it when the slopes are too steep. Well, while I was getting home last night I started thinking that this was far from being the only moment in my life when I become the “total opposite of a fatal weapon of seduction”. If I’m honest I would say that that would be the title of my autobiography; if I’m a little more compassionate this is the abridged list.
Everyone I hang out with knows that I’m particularly clumsy when I eat, especially with my hands. Rivers of sauce and oil run through my arms when I eat hamburgers and it seems I am unaware of the existence of napkins. In reality, I hate waste, especially that of delicious sauces. So I forbid myself to eat hamburgers, or tacos or enchiladas while on dates or lunches with work-colleagues. This is an occasion reserved for people I really trust… and the poor losers who decided to eat at the same restaurant and can see that performance.
Also in the gastronomical department, lately because of my schedule, I have to eat on the way from the office to school. This means walking down the street or being squashed in the tramway trying to chew my chicken with mustard sandwich in a way that looks at least a little bit refined. It’s impossible. Besides from the lack of manners for eating in front of other people, when I’m in the public transportation this means that I will have to balance eating and remain standing up while the driver plays to “How many people is going to trip down next time I hit the brakes?”. I consider this task successful if I can reach my destination without sauce in my clothes or if I didn’t spread it on the bars of the cabins.
But when it comes to food nothing tops the lack of it: when I’m hungry. I don’t know why but ever since I came to France my body has acquired this not-so-discreet way of telling me it needs to be fed: a symphony in surround sound of stomach noises capable of being heard many miles away. By definition it’s horrible and embarrassing, but you have to add the fact that French people speak really low, so when I’m in class, even when the teacher is talking, you can hear a pin drop. I’ve tried everything, from carrying a water bottle to chewing gum to cheat my stomach, but the situation has reached a point where I had to put into place drastic measures like not leaving my house at all before eating something. It works for a few hours.
Undeniably, my body and I are separate entities united by necessity. And as a good prisoner, it takes advantage of any occasion to take revenge. No matter how much coffee I’ve had, how much energy I’ve had during the day, when there is a conference in a poor-lit room with air conditioning, my sleep cycle gets automatically activated. This is disastrous and recurring: every Friday night in the conferences of the Friends of the Museums and every week at a class that lasts only two hours but feels like ten. At the Friends of the Museums is not that bad if we look at the context, after all I’m surrounded by a lot of older people who not only sleep but even snore, but in classes this is worse because we’re always five people or less. I’m sure that last week when the teacher talked about “that girl who is sleeping in the second row” he was talking about me, so today I had three cups of coffee before getting there and one after the first hour and I can say I barely survived. Now I have to purge a lot of caffeine.
And the last one of my list, but not on real life, of my graceful and distinguished moments is when I wear high heels. A year and a few months ago I was still able to wear high heels every day for many hours straight with such ease and poise that would have left Sofia Vergara speechless. In fact, my feet used to hurt when I wore sneakers to the gym (I also had acute back pains all the time but I don’t see the connection) but I just got here and I became allergic to high heels. This happens when the tramway stops working and you have to walk for an hour in the early morning, in the cold, when coming back home after dancing all night. I was about to throw away those stupid boots. So the other day not only I wore a dress but also the black pumps I used to wear to work when I was in a good mood and felt myself in an episode of “The Hills”. I looked like a duck learning to walk, tripping everywhere. Fortunately I was carrying some flats in my purse because I have learned that that’s the only solution to clumsiness: a back-up plan.
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