El exilio, como cualquier otra etapa en la vida, está conformado por varias fases que se van superando paso a paso. La primera es el impacto inicial, el desarraigo brusco y doloroso pero necesario de la casa paterna. Le sigue una primera fase de saturación de información, donde la novedad es constante y parece que nunca se va a acabar. El nuevo país parece este paraíso de hidromiel del que tanto habla Pushkin en sus cuentos y uno siente que finalmente ha llegado a la Tierra Prometida. La tercera etapa es la aclimatación, cuando uno se empieza a acostumbrar al nuevo ambiente y donde ya no se tiene necesidad de salir todos los días a descubrir algo nuevo. Cuando eres capaz de quedarte un domingo en casa, haciendo tareas domésticas o sencillamente viendo series, ya estás aclimatado a tu nuevo hogar. Sin embargo, la adaptación está acompañada de otros signos, de los cuales he extraído una lista que, lejos de ser exhaustiva, pretende dar una vista rápida a esos hábitos –extraños para una tercermundista como yo- que se adquieren cuando se ha pasado mucho tiempo, tal vez demasiado, en un lugar organizado.
El primer hábito es el de la puntualidad. Cuando se viene de América Latina, o probablemente de cualquier lugar del mundo donde no se tenga que aguantar menos de 10 grados centígrados en ningún momento del año, nunca se tiene motivos para apresurarse. Vivimos con el entendimiento implícito del “si se dice a una hora, en realidad es una hora y media después”. Así que en Europa rápidamente agarramos fama de impuntuales, especialmente si se está constantemente rodeado de alemanes. Extraño continente este donde si se dice que una fiesta empieza a las ocho y media, la gente empieza a llegar a las ocho y media! ¡Habrase visto! Pero con el tiempo uno empieza a sentir la presión social de llegar a tiempo, hasta que llega el fatídico momento en que uno se empieza a desesperar o hasta a enojar si la gente se retrasa, hasta por menos de quince minutos. El cambio es gradual e inevitable, esperemos que sea reversible porque no creo que nadie me aguantaría en Honduras con esta mentalidad.
Si uno empieza a exigir puntualidad en las personas, es aún peor con los transportes públicos, pero aquí debo decir que es en parte culpa de las compañías de transporte. Los buses y trenes tienen marcados horarios generalmente muy específicos, del tipo “12:43 pm”. Yo estoy acostumbrada a parar un bus en donde sea que me encuentre en la calle y por supuesto que no espero que tengan horarios de ningún tipo. Pero cuando uno empieza a querer confiar en los horarios absurdos que aparecen en las paradas de buses la decepción es inmensa cuando se descubre que son ficticios. Esto es aún más grave para el delicado bus de noche, que uno agarra en el centro a altas horas de la madrugada, cuando hace mucho frío y se está muy alcoholizado. Ese maldito bus de noche nunca está a tiempo y uno termina siempre como idiota, sentado en la acera, esperando por varias horas sólo por no caminar hasta la casa. También sabes que has estado demasiado tiempo en un país civilizado si es motivo de furias titánicas cuando piensas que las frecuencias del tranvía son menores a las que serían convenientes –aunque esta es la primera vez que vives en una ciudad con tranvía- y cuando no puedes creer lo inepto que puede ser el sistema público de alquiler de bicicletas, cuando estas son de mejor calidad que la bicicleta que tienes.
Quisiera poder describir mi asombro la primera vez que me tocó cruzar una calle en Bordeaux y que el carro se detuviera para dejarme pasar. No sólo me resultó extraña esa reacción, por un momento tuve miedo que me quisieran secuestrar. En realidad no, la persona estaba siendo sencillamente cortés, dándole prioridad al peatón. Por lo general no tengo que depender de la generosidad de los conductores: maravillas del primer mundo son los semáforos peatonales. Pero, horror de los horrores, no existen en todas partes. A veces, cuando me toca ir a Pessac, pequeña comuna popular de Bordeaux, algunas calles no tienen semáforo peatonal y me toca tirarme a la calle como si estuviera cruzando el bulevar Suyapa. Sólo que ya he perdido mi reflejo y creo que el carro se va a detener frente a mí. Qué ingenua que soy…
Desde luego que desde que estoy aquí no tengo miedo de usar mis joyas en la calle, pero aún más digno de mención es el uso del teléfono celular en los exteriores o en el transporte público. En plena luz del día o a altas horas de la noche. Uno siente la libertad de pavonearse sin miedo en todo momento. Pero sabes que has vivido mucho tiempo en un país del primer mundo cuando te parece exótico si alguien no tiene un Iphone y eso incluye a sectores de la población que en un mundo racional no podrían/deberían tenerlo, entiéndase los menores de edad. Creo que la primera semana que estuve aquí no podía creer que alguien usara su teléfono con toda tranquilidad en el tranvía, pero ahora no puedo creer cuando alguien tiene un celular que no sea marca Apple. Son tan populares que uno puede cometer el error de pensar que son baratos o hasta regalados, cosa que, por supuesto, están lejos de serlo.
Vivir entre tanta riqueza y despreocupación puede tener graves consecuencias. En primer lugar psicológicas porque no quiero imaginarme lo impactante que va a ser para mí ver un noticiero donde el reportaje más escandaloso del día no sea la ola de frío y los dos milímetros de nieve que han caído, o en verano la ola de calor, pero me temo que también ha habido daños a mi radar de amenazas potenciales. Por ejemplo, ya van varias veces en que vagabundos y personas en estados alterados de consciencia se me acercan a pedirme dinero. Estoy hablando de gente que tiene todo el perfil de un posible asaltante de las cuales ni siquiera me molesto en alejarme porque no me preocupa que lo sean. No tengo miedo que nada me pase, aún en barrios peligrosos, en horas peligrosas, sola en la calle. Y esto es aún más grave considerando que mis reflejos para otras cosas no los he perdido: si veo un zancudo, automáticamente lo mato, aunque estos insectos aquí son tan inofensivos que ni siquiera se molestan en volar rápido.
En fin, eso de vivir en un país desarrollado expande tus horizontes, amplía tu cultura y lentamente te convierte en un ser que tiene confianza en el futuro, que no teme por su vida, que ama las cosas materiales y que aun así camina por la calle con una expresión que mezcla hastío y nonchalance y se queja de absolutamente de todo, cuando en realidad eres increíblemente afortunada de estar allí en primer lugar.
Exile, like any other stage in life, is made out of different phases that you overcome step by step. The first one is the initial shock, the hurtful and sudden but necessary detachment from the parent’s house. It is followed by a first period of information overload, where novelty is constant and seems like it will never end. The new country looks like this paradise of honey wine that Pushkin talks about so much in his tales and you feel like you have finally landed in the Promised Land. The third stage is acclimatization, where you start getting used to the new environment and where you no longer feel the need to go out every day to discover something new. When you are able to stay home on a Sunday, making house chores or simply watching series, then you have grown accustomed to your new place. However, adaptation carries with it other signs, from which I have made a list that, far from exhaustive, aims at giving a quick look at this habits –strange from a Third-world-person like me- that you acquire when you have spent a lot of time, maybe too much time, in an organized society.
The first habit is punctuality. When you come from Latin America, or from anywhere in the world that never sees -10°C at any moment of the year, you never have any reason to hurry up. We live with the implicit understanding that “if you say one hour, it’s actually an hour and a half later”. So in Europe we quickly gain a reputation for always being late, especially if you are surrounded by Germans. Strange continent this one where if you are told a party is at eight thirty, people will actually come at eight thirty! Who would have thought? But with time you start feeling the peer pressure of being on time, until the dreaded moment arrives when you start getting annoyed or even mad with other people’s tardiness, even for less than fifteen minutes. This change is steady and inevitable, and let’s hope reversible as well because I don’t think anyone will put up with this mentality in Honduras.
If you start demanding punctuality with people it gets even worse with public transportation, but here I must say it’s in part because of public transportation companies. Buses and trains have very specific schedules, of the “12:43 pm” type. I’m used to stopping a bus anywhere in the street without any kind of schedule. But when you start trusting ridiculous timetables that appear on bus stops the disappointment is enormous when you discover they are fictitious. This is even worse for the delicate night bus that you take downtown very late at night, when it’s very cold and you are very drunk. That damn bus is never on time and you always end up like an idiot, sitting on the sidewalk, waiting for many hours just to avoid walking back home. You know you have spent too much time on a civilized country when you feel a titanic anger over the fact that tramway frequencies are less than what you think would be convenient –even though this is the first time that you live in a city with a tramway- and when you cannot believe how mediocre the public bike-renting system is, when those bikes are a hundred times better than the one you have at home.
I would like to describe the amazement I felt the first time I wanted to cross a street in Bordeaux and the car stopped to let me pass. Not only did I find strange that reaction but for a moment there I was afraid I was going to get kidnapped. Actually no, that person was just being polite, giving priority to the pedestrian. But in general I don’t have to rely on the driver’s generosity: such wonders of the First world are pedestrian lights. But horror of all horrors, they don’t exist everywhere. Sometimes, when I have to go to Pessac, little popular town next of Bordeaux, some streets don’t have a pedestrian light and I have to throw myself on the street like I was crossing the Suyapa boulevard once again. The thing is that I have lost my reflex and I think the car is going to stop in front of me, little naïve that I am…
Of course since I got here I am not afraid of using my jewels in the street, but even more worthy of mention is the use of cellphones outdoors or in public transportation, whether it is day or night. You feel free to fearlessly strut at any time. But you know you have lived too long in a First world country when you find it exotic when someone doesn’t have an Iphone and that includes people who in a rational world couldn’t/shouldn’t have one, like kids under eighteen. I think the first week I was here I couldn’t believe someone was using his cellphone on the tramway without any worries, but now I can’t believe when someone has a cellphone that it’s not from Apple. They’re so popular that you could mistakenly believe they’re cheap or even free, but of course they’re not.
Living amongst so many riches and tranquility can have serious consequences. Psychological in the first place because I don’t want to imagine how shocking it will be for me to see a newscast where the main news won’t be the cold wave and its two millimeters of snow, or in summer the heat wave, but I’m afraid that there has also been some damage to my potential threats radar. For example, there has been many times where homeless people and people in alternate states of consciousness have approached me asking for money. I’m talking about people who fill the profile of a potential robber from which I don’t even bother getting away from because I’m not worried they could really be one. I’m never scared of anything bad happening, not in dangerous neighborhoods, late at night or alone on the street. And this is even more dangerous considering that I haven’t lost my reflexes for other things: if I see a mosquito I automatically kill it, even though these insects here are so harmless that they don’t even bother flying fast.
Anyway, this thing of living in a developed country expands your horizons, broadens your culture and slowly turns you into a being confident in the future, who doesn’t fear anything, that loves material things and that still walks in the street with an expression that combines ennui and nonchalance and complaints about absolutely everything, when you are really lucky being here in the first place.
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