Es difícil ir a Nueva York y no verla a través del lente de los libros, series y películas que se han hecho sobre ella. De hecho, esa era mi misión: poder verla con mis propios ojos y tratar de descubrir, en la medida de lo posible, si todo lo que había escuchado decir de ella era verdad. Me imaginaba Nueva York como la Sodoma y Gomorra de la civilización occidental y me moría de ganas por ir.

Iba con un bagaje de prejuicios, siendo el primero que al ser una ciudad grande iba a ser forzosamente una ciudad sucia. En especial en el metro: me esperaba algo que compitiera con el metro de Roma, un inframundo donde los gérmenes fueran reyes. Hasta que terminó el viaje me di cuenta que en una semana vi tal vez dos o tres personas pidiendo dinero en las calles, algo impactante después de acostumbrarme a la proliferación de mendigos en Europa. Creía que todas las personas iban a caminar rápido, enojadas, empujando a todo el mundo; que el tráfico iba a ser tan intenso que los carros nunca se iban a mover mientras yo estuviera allí, que iba a perder gran parte de mi capacidad auditiva por las sirenas de las ambulancias. Creí que iba a ser una ciudad llena de locos, caótica y estresante. Pero me di cuenta que me equivoqué en casi todo y si mi enamoramiento antes era ficticio y derivado de la industria del consumo, ahora es real e irreversible.

Resulta que la ciudad es tan organizada que tuve serios problemas para orientarme. Nunca antes me había perdido tanto buscando una dirección. Las famosas calles perpendiculares de Manhattan me hicieron comprender la utilidad de la brújula, ya que no hay mapas a la salida de las estaciones y uno tiene que caminar para darse cuenta si está subiendo o bajando en número de calles y avenidas. Las cuadras son larguísimas y hay que agregar que iba con mi madre, así que tenía que procurar que fuera un viaje cómodo y eficiente, algo que no creo haber logrado siempre. Me costó un mundo entender el sistema del metro que tiene varias líneas de un mismo color que se dividen a partir de cierto punto, pero en el que no todos los trenes pasan por todas las estaciones. Más de una vez nos tocó regresarnos por la línea en la que veníamos o hacer malabares entre las líneas porque nos subimos a un tren express en lugar de un local. Culpo también a mi falta de planificación, por tener poco tiempo para preparar el viaje y por querer preservar algo de espontaneidad en el trayecto. Pero por querer ser espontánea anduve como mensa buscando el MoMA en la Avenida de los Museos cuando estaba como 30 calles atrás y en otra avenida. Por suerte la gente a la que le pedíamos orientaciones siempre resultó ser amable, a pesar de que andaban rodando muchos turistas.

Nunca he añorado el regreso a la naturaleza, por lo que el espectáculo de los rascacielos sencillamente me fascinó. En cada calle me maravillaba la capacidad del hombre por domesticar la materia y crear estructuras tan altas. Cuando pienso en lo doloroso que ha sido fundir dos losas en mi trabajo, me dio esperanzas saber que existe un lugar donde el cielo es el límite en la construcción.

Solía creer que entre toda esa manada de gente me iba a sentir anónima e insignificante y nada que ver. Sentía el privilegio de quienes la visitan y podía intuir la dicha de quienes viven allí. En Nueva York encontré lo que he estado buscando desde que tengo uso de razón: un refugio donde ser extranjero es la norma y donde el foráneo no es visto como invasor ni abusivo, sino como la raíz misma de la riqueza del lugar. Es el sitio de las posibilidades infinitas, donde todo se encuentra, uno no sabe a quién puede llegar a conocer y donde vivir de lo que a uno le gusta parece factible.

Realmente traté de ser imparcial y estoica pero esas resoluciones se desvanecieron en el momento en el que llegué a Times Square y me dije que finalmente estaba en el centro del mundo.

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It is difficult to go to New York and not see it through the lens of the books, TV shows and movies made about her. In fact, that was my mission, to be able to see her with my own eyes and to try to figure out, as much as I could, if everything I ever heard about her was true. I always thought of New York as the Sodom and Gomorrah of Western civilization and I was dying to go there.

I went there with a baggage full of prejudices, being the first one that since it was a big city it was obviously going to be dirty. Especially the subway: I was expecting something capable of competing with Rome’s subway, an underworld where germs are kings. Until the trip was over I realized that in a whole week I probably saw two or three people asking for money on the streets, something that I found shocking after getting used to the hobos proliferation in Europe. I thought that everyone was going to walk fast, that they would always be angry, pushing people around; that traffic was going to be so heavy that cars wouldn’t move even a little bit while I was there; that I was going to lose a great part of my hearing capacity because of the ambulance sirens. I thought it was going to be a city full of mad people, chaotic and stressful. But I found out I was wrong in almost everything and if my crush before was fictitious and a product of the consumerism industry, now it is real and irreversible.

Turns out that the city is so organized that I had serious issues with orientation. I have never gotten so lost looking for addresses. Manhattan’s famous orthogonal streets made me understand just how practical a compass is, since there are no maps outside of the subway stations and you have to walk to see if you’re going up or down in street and avenue numbers. The blocks are very long and besides, I was with my mother, so I had to make this trip as comfortable and as efficient as possible, something I didn’t quite achieve most of the time. I had a hard time figuring out the subway system which has many lines in a same color that get divided from a certain point, but in which not all trains go to all of the stations. More than once we had to come back in the line we took in the first place or juggle between many lines because we took an express train instead of a local one. I blame my lack of planning for this trip, because I didn’t have a lot of time before but also because I wanted some spontaneity. But that spontaneity made me walk like an idiot looking for the MoMA on the Museum Mile when it is actually located some 30 streets downtown and in another avenue completely. Luckily all of the people we asked for directions turned out to be nice and helpful, in spite of the fact that there were many tourists hanging around.

I have never longed for a return to nature, so I was fascinated by the spectacle provided by the skyscrapers everywhere. In every street I was marveled by Man’s ability to subdue the material world and create such tall structures. When I think about how painful it has been to build two stories where I work, it gave me hope to see that there is a place where the sky is the limit in terms of constructions.

I used to believe that the herd of people would make me feel anonymous and insignificant but not at all. I felt the privilege experienced by those who are visiting and I could sense the joy of those who can call this place their home. In New York I found what I have been looking for all along: a haven where being foreign is the norm and where the immigrant is not perceived as an invader or a freeloader, but instead as the root of the richness of this place. This is the land of infinite possibilities, where you can find everything; you don’t know who you’ll be able to meet and where living out of what you love seems plausible.

I really tried to be impartial and stoic but those resolutions just faded away the moment I got to Times Square and I said to myself that I made it to the center of the world.