Miserable Jim Morrison metiéndome ideas en la cabeza cuando más necesito enfocarme. Mi vida actualmente es levantarme, ir a la universidad, llegar a mi casa a trabajar, desvelarme trabajando, dormir un rato y levantarme para ir a la universidad. Es como cualquier semestre, excepto por una gran diferencia: en esta ocasión quiero ser flexible, acoplarme a la vida, ser como el bambú que se mueve con el viento y no como el roble que se quiebra bajo la presión, o algo parecido. Estoy diseñando a mano, algo que en todos estos años me había parecido impensable; he implementado una política de no-quejas, y hasta entré a clases de danza árabe para complementar flexibilidad emocional con corporal.

Lo del diseño a mano ha sido bastante liberador. El proyecto incluye un centro de acopio de residuos reciclables y quiero que tenga el aspecto de una nave alienígena que se estrelló en el terreno. Por supuesto, en la entrega voy a explicar que estoy mezclando elementos de arquitectura High Tech con futurismo y ciencia ficción, pero en mi corazón, es un ovni. El cambio de maestro también ha sido agradable. No puedo expresar el alivio que siento al revisar con una arquitecta racional, lógica, amable, que no explota en gritos y humillaciones y que tiene un deseo genuino de que aprendamos.

Las clases de danza árabe fueron idea de mi madre. Su maestra del gimnasio ahora tiene una academia cerca de mi casa y ella insiste en que haga ejercicio, más para relajarme que para otra cosa. Además, como se compró un surtido completo de caderines (la prenda con colgantes que se usa en la cintura) y sólo son tres horas a la semana, no tengo excusa para no ir. Yo he estado en clases de baile antes, pero esto es completamente diferente: tengo que menear partes del cuerpo que ni sabía que se podían mover.

La política de no-quejas no ha estado resultando mucho. Por muchos días las cosas han sido llevaderas, agradables y me atrevo a decir, casi mágicas, pero poco a poco la rutina y el exceso de trabajo han ahogado todo en una repetición incesante de los mismos temas de conversación, situaciones y personas. Ya sé que tengo que ser paciente, comprensiva, tolerante, que esto es pasajero, no indica nada serio y probablemente mi descontento sea puramente hormonal, pero no me importa. Necesito un refugio lejos de las clases, de la presión de tener que cumplir tareas, de sentir que de ellas depende mi futuro y la calidad de vida que me espera. Yo también quiero el mundo, y también lo quiero ahora, pero por el momento, como buena niña, me tengo que sentar a trabajar rogando que el tiempo pase rápidamente.

Sólo me queda escribir y escuchar buena música.





A casi un cuarto de terminar un libro interminable y horrendamente complejo, decidí darme un respiro con otras lecturas más dietéticas. Un tipo que me recomienda comprar acciones, bonos, crear mi propia corporación y aprender de contaduría (tema para otro post), además del ya mencionado y horroroso John Gray. Por que es horroroso cuando alguien que consideras zoroilo tiene toda la razón, y encima de eso, tiene algo que enseñarte.

Gray tiene una técnica que se puede utilizar en caso de peleas entre parejas, pero que en realidad funciona para cualquier relación humana: las cartas de amor. Cuando te enojas horriblemente con alguien, no sucumbes ante la tentación de gritarle sus cuatro verdades. Te callas, te retiras y le diriges un texto. El propósito es desahogarse en cinco niveles, que son más o menos las cinco etapas que deberías de atravesar cuando tienes un conflicto.

“Querido fulano, te odio por esto, no me gusta que, me siento frustrado por, estoy enojado por que…” Todo lo que tenga que ver con ira.

Luego pasas a la tristeza: “Estoy triste; me siento herido; me siento decepcionado, etc.”

Temor: “Tengo miedo (con la vocecita del patito de 31 minutos), me siento asustado, estoy preocupado por…”

Pesar: “Lamento que, no quise, me siento incómodo, me siento avergonzado.”

A estas alturas, ya deberías de recordar por qué es que quieres a esa persona, y entras a la sección de Amor. Comienzas tus frases con Quiero, Comprendo, Perdono, Agradezco, y palabras parecidas.

La mejor parte es el final. En la post data escribes lo que te gustaría que te respondiera la otra persona. Lo que sería su reacción si este fuera un mundo ideal y perfecto concebido por ti. La idea es que sepas más o menos lo que esperas de la otra persona, y estar receptivo a recibir lo que buscas. Si necesitas profundizar en ello, pues escribes toda una carta adoptando la identidad de tu malhechor.

No tengo palabras para describir lo ridículo que parece este ejercicio y mucho más lo ingenua que me siento al hacerlo. Me pongo a pensar en mis nietas encontrando en mis diarios todas esas cartas acomplejadas, viscerales y llorosas y me da vergüenza empezar a redactar. Pero funcionan. Lo comprobé hace unos días que me enojé con mi madre, rompí mi voto de silencio y le respondí bien feo. En la carta, comencé reclamándole de todo, hasta por cosas que pasaron en mi infancia, y terminé toda arrepentida y pidiendo disculpas en persona. Hoy tuve que recurrir a ellas otra vez.

Tengo que aprender a pedir lo que quiero, en vez de hacer rabietas por que no lo consigo (a pesar de que los demás todavía no han aprendido a leerme la mente) y a no desquitarme con gente que no tiene nada de culpa.
(Antes de tiempo para no ser tan cliché)

De alguna forma, somos divorciados veintiañeros. Aquellos que en nuestros primeros años como adultos tuvimos un primer noviazgo tan intenso como tormentoso, con un final prolongado, ambiguo y doloroso. Y que pasamos por el tradicional periodo de depuración en el que no queremos nada serio, o nada en absoluto. Escribimos posts subliminalmente (o ni tanto) vengativos, escuchamos por semanas enteras el mismo disco de Ryan Adams o de Fiona Apple, y nos mantenemos alejados de lugares, películas y personas que se relacionen con la vida ya extinta. Pasado la época del duelo auto impuesto, eventualmente alguien aparece, y no podemos creer nuestra buena suerte. Todo se siente como nuevo: santo, casto y puro. Pero ya hemos pasado antes por esto, y nuestra recién adquirida sabiduría trae nuevos elementos a la ecuación.

Uno es más humilde. Y más agradecido.

Prudente. Paciente.

Ahora entiendes lo difícil que es encontrar algo que merezca tu tiempo, tu compromiso y tu vulnerabilidad.

Regresamos al tema de la inocencia. Por que el verdadero reto es el de seguir siendo optimista a pesar de todo lo malo que uno tuvo que vivir. Conservarse impecable en el aislamiento es demasiado fácil.

No soy obsesiva-compulsiva, pero toda mi vida he tenido un ritual para el día antes de entrar a clases. Limpio mi cuarto meticulosamente para liberarlo de las energías de las vacaciones (lo limpio también el último día de clases para cortar con la influencia del semestre) y prepararlo para recibir una nueva rutina. Mueble por mueble, lo vacío, le sacudo el polvo y le paso aceite, antes de volverlo a llenar. Reorganizo libros en orden alfabético, o temático, u orden de lectura (todavía tengo que estudiar bien el sistema decimal Dewey para usarlo la próxima vez). Como ya han pasado las compras de final o mitad de año, ya tengo ordenada la ropa nueva y me he deshecho de lo que no volveré a usar. Limpio los chinógrafos, en una extraña danza que incluye quitarles la tinta en el chorro de agua, y después dejarlos remojando varios días hasta que están impecables. Compro cuadernos nuevos -preferiblemente sin repetir temas anteriores-, consigo tres lápices rojos, tres lápices azules, un borrador de migajón, un borrador flaquito de lápiz, minas, un portaminas si el anterior está demasiado mordido y un corrector líquido. No es una posibilidad usar materiales de semestres anteriores, aunque estén nuevos. Rotulo mis cuadernos, arreglo mi mochila, guardo mi horario para llevarlo en la mañana, y escribo antes de acostarme mis metas para ese semestre. Me doy vuelta en la cama por horas, por que nunca he podido dormir la noche antes del primer día de clases. Pero no soy obsesiva-compulsiva.

En esta ocasión, me he dado cuenta que esa ceremonia es mi forma no consciente de rechazar las clases. Desde pequeña se me ha enseñado que la única manera de tener éxito en la vida es a través del estudio, entonces no disfrutar de él genera un conflicto serio en mi naturaleza. Y esta vez no quería regresar a la universidad, pero lo asumí diferentemente. Entré en una negación intensa, llenándome de actividades la semana pasada, sin un tan solo minuto en el que pudiera sentarme a pensar, o sin tiempo de limpiar o comprar cosas. Pero anoche dormí muy bien.

Llegué tarde a mi clase de las 9 (ya ni siquiera me tengo que levantar temprano), con un único lápiz azul completamente deshecho y con un cuaderno viejo que después de haber sufrido la tortura de Estudios de la Mujer ha sido destinado a apuntes varios y sudokus sin terminar. No tenía idea de cuáles eran mis aulas por que olvidé mi horario, y dejé mi cuarto hecho un chiquero asqueroso.

Corté con la tradición auto-impuesta y súbitamente todo se sintió nuevo y emocionante. Hoy finalmente entré a la clase de un arquitecto que sólo le da a los viejos, y que por muchos años tuve como estándar para sentir que ya estaba del otro lado del camino. Mis arquitectos de Diseño V son seres racionales, educados y Opus Dei, así que espero realmente disfrutarlo y no angustiarme por las rabietas de Velásquez a pesar de que mañana me vuelvo a encontrar con él. Tengo otros compañeros, que no son nuevos por que eso nunca pasa en esa mini facultad, pero son diferentes a los que veía antes todos los días. Ayer empecé otro libro y otro diario. Por una vez, todo se conjuga para hacerme sentir como niña pequeña estrenando juguete. O cuadernos de Hello Kitty. A veces ni yo entiendo lo que hago.

Antes de ver “Walk the line” Johnny Cash era para mí el viejito vestido de negro que logró hacer que “Hurt” de Nine Inch Nails fuera aún más desgarradora y dolorosa de escuchar. Conocía otras canciones suyas, sobretodo covers y sabía de su vida lo básico que cualquier aficionado de los programas de cultura pop podía manejar.

Su voz ronca, su vestimenta funeraria y su expresión sombría me hacían pensar que era un típico macho sureño gringo, que con su temperamento y arrogancia se habían granjeado una carrera que desearon desde el inicio de los tiempos. La película sobre su vida puede que no sea tan buena, pero su historia sí lo es, y ahora que estoy desengañada tengo más conocimiento y un profundo respeto por el camino que ese hombre tuvo que recorrer.

Múltiples temas lo amarraron a lo largo de su existencia: un padre alcohólico, su madre religiosa, la muerte de su hermano en la niñez. Como cualquier otro en su lugar, tenía prisa por algo de estabilidad, por una oportunidad de enmendar su pasado a través de su propio matrimonio. Pero tuvo la mala suerte de tener como esposa a una mujer que sólo pensaba en su propia comodidad, en criar a sus hijas y tener un esposo normal. No se le puede culpar, pero ella veía como una amenaza a su vida ideal tener un esposo rock-star, y por muchos años lo manipuló y lo ató con sus reproches y expectativas.

Se podría decir que el señor Cash terminó siendo músico muy a pesar suyo, por que fue un llamado que siempre había sentido, pero que nunca creyó posible y por lo tanto se esforzó por encajar en el mundo de los simples mortales, sin mucho éxito. Hacerse famoso y finalmente cumplir con su destino no conlleva necesariamente a haber encontrado paz y descanso, y ahora se suma a la ecuación la magnífica June Carter. Otra persona que fue lo que tuvo que ser, superando sus propios sentimientos de culpa, pues sus elecciones eran incompatibles con las normas de la época, pero ella estaba consciente que no había nada más que quisiera/pudiera hacer

La película quiere dar a entender que la espiral descendente de Cash se justificaba principalmente por que el amor de su vida no estaba a su lado, lo que suena increíblemente dulce, pero simplista e irreal. Una vez que finalmente se casan, por arte de magia todo se arregla, en una secuencia apresurada y algo forzada, pero perdonable. A estas alturas conocimos lo suficiente a ambos personajes para saber que no se creían mensajeros divinos, genios redentores de la humanidad, ni mucho menos (la diferencia entre los héroes de novelas de Salman Rushdie y la vida real). Su talento sólo era igualado por su humildad, sus errores y daños a terceros nunca fueron intencionales y jamás empañaron su vocación inevitable con delirios de grandeza.

Le robaron el maldito Oscar a Joaquín Phoenix.