Otro de los síntomas que demuestran que yo era una niña extremadamente aislada y protegida del mundo exterior, es que cuando estaba muy pequeña creía que era la única Marcela que existía. Si yo no conocía a nadie con ese nombre, era que sencillamente no podía existir. Mis ilusiones se vinieron abajo cuando un domingo en la mañana, que pululaba tranquilamente por mi casa, pasé junto al televisor que por algún misterio todavía no esclarecido, tenía puesto “X-O da dinero”, y una de las concursantes, era una Marcela; una Marcela que no era yo. Empecé a llorar, desconsolada por la idea que era otra más de alguna manada que se había mantenido oculta hasta entonces.

Unos años más tarde, con la introducción del internet, fue una de las primeras cosas que busqué en yahoo: mi nombre, ahora con apellido, para limitar las posibilidades. Descubrí que no sólo había una Marcela García, resultó ser pintora ella también (eran mis tiempos de incursión en las artes plásticas). Sus obras eran muy interesantes, lo que constituía una característica adicional, y embriagada por la emoción de la coincidencia, le escribí un correo, presentándome como una estudiante de 16 años, que le encantaba dibujar y pintar, y que soñaba con tener mi primera exposición individual antes de cumplir la mayoría de edad. La señora, porque es una señora de 57 años, me respondió muy amablemente. Sorprendida por ese giro del destino, se puso a la orden si yo tenía cualquier pregunta o inquietud, y me invitó a conocerla si alguna vez visitaba México. Cometí el error de abusar de su primera iniciativa. Comencé relatándole mi vida y mis intereses, pero poco todo fue decayendo a mis angustias y tristezas. Estaba pasando por la etapa trágica en que veía el periodo escolar acabarse, y tenía que decidir de una vez por todas qué quería estudiar. Mi vida en esos momentos era pintar y nada más, y no había ninguna carrera en la que eso fuera un requisito, o me fuera provechoso de alguna manera. Jamás se me hubiera permitido dedicarme a estudios de artes plásticas, ni en universidades nacionales, mucho menos extranjeras. Le escribía a ella contándole mi desesperación porque no sabía qué iba a ocurrir con mi vida, preguntándole si ella tenía alguna forma de ayudarme y guiarme con esos dilemas. Sus respuestas comenzaron siendo entusiastas, pasaron luego a ser corteses, y finalmente interrumpió la correspondencia con algo que recuerdo con la sensación de “buena suerte, debes encontrar tu propio camino”. En realidad no la culpo, yo era una pupila que ella no pidió tener, y mi dramatismo infantil probablemente la sofocó. Lo que sucedía es que no tenía nadie con quien hablar y buscaba alguien con quien desahogarme.

Desistí por unos cuantos años de seguirme buscando en internet. Hasta el otro día que estaba probando a ver si el blog finalmente dejaba de recibir visitas accidentales borrándolo de las listas de Blogger y evitando que fuera rastreado por los motores de búsqueda. Puse mi nombre y encontré algunos resultados que oscilan desde curiosos hasta sencillamente perturbadores.

Al parecer soy un hit en Argentina, donde hay miles de Marcelas Garcías. Una de ellas es una estudiante de psicología, modelo y rubia, que, representando al plomo, fue coronada la Reina de la Fiesta de la Minería, en el pueblo de San Juan. Otra es la novia de hace dos años del cantante Alejandro Lerner, con quien sueña tener un hijo. Hay una actriz que participó en la obra “El peatón amenazado” de Mario Costello, pero que no es lo suficientemente famosa para que le hagan una biografía. A menos que sea la misma Marcela García Loyoy, que escribió “El pequeño nechochense ilustrado” un diccionario con la jerga de su pueblo, que logró convertir en obra teatral. Pero sabes que tu nombre es popular si hay negocios que lo utilizan para identificarse, y es el caso de la inmobiliaria Marcela B. García.

También hay un auge de las Marcelas abogadas. La dra. Marcela García Brown, que atiende “todo tipo de trámite judicial en tribunales de Morón y San Justo”, en Argentina, o la colombiana Diana Marcela García Pacheco, que es además, docente.

Si las personas con las que comparto mi nombre fueran algún indicador de los talentos y las posibilidades que tendría a mi disposición sólo por llamarme así, podría vivir tranquila y en paz. Hay una Marcela García Sebastiani, graduada de la Universidad Complutense de Madrid, que escribe artículos para una revista de filosofía, política y humanidades, y que además, en colaboración con el señor Fernando del Rey Requillo, acaba de publicar “Los desafíos de la libertad: Transformación y crisis del liberalismo en Europa y América Latina”. Otra afortunada es una colombiana, licenciada en pedagogía musical, con maestría en historia de la música y doctorado en música vocal religiosa española del siglo dieciséis, que actualmente da clases en la Universidad de los Andes en Bogotá. Y en la página idealistas.org, se anuncia a la licenciada Marcela Paz García Cornejo, que ofrece atención psicológica, a adolescentes y adultos, en la región metropolitana de Santiago de Chile.

Sin embargo, mi orgullo y vanidad se empañan con una oveja negra: una “Marcela García bailando con tema de Jennifer López”, en youtube. Es un video aficionado de una tipa en traje de baño, contoneándose con los ritmos profanos de Jennifer López. Si tan siquiera tuviera buen gusto musical. Esa es razón suficiente para cambiarse el nombre.

Si mi intención era pasar desapercibida de ahora en adelante en Google, ya lo arruiné todo. Esperaré comentarios de otras tocayas egocéntricas como yo que no tengan muchas ocupaciones en sus agendas, y que se sientan ofendidas porque una hondureña estudiante de arquitectura de 23 años anda por allí hablando de ellas sin conocerlas. Pero por lo menos sabrán que no soy yo la del video.
Nunca creí que iba a llegar el momento en que yo iba a estar del otro lado de las fiestas infantiles: del lado de los adultos. Las piñatas, las decoraciones temáticas y las bolsitas estaban marcadas en mi cerebro como cosas que todavía estaban a mi alcance, como persona que las disfruta, no como observadora lejana; pero en los últimos años, por la evolución natural, he visto el barco de mi infancia alejarse aún más; por las nuevas amistades, es que soy capaz de apreciar ese nuevo contraste. (Sin embargo, no he cruzado el umbral completamente. Ese día llegará cuando sea mi turno de organizar ese tipo de celebraciones para un infante de mi creación, pero esos tiempos son tan lejanos que en el horizonte ni siquiera se vislumbran.) Miraba a los niños jugar despreocupados, corriendo por todas partes, en medio de todos nosotros, adultos entumecidos en una silla. Probablemente ellos ni se ocupaban de nosotros en un sentido práctico, mucho menos en uno filosófico, pero yo recuerdo que cuando era pequeña juraba que nunca iba a crecer para no terminar en las fiestas sentada, como todo el mundo, platicando de cosas que yo estaba segura, eran aburridas.

Me acordé de mis propias fiestas, antes de cumplir nueve años. Mis padres las organizaban en un lugar al aire libre, perfecto para los juegos organizados de la manada de niños que llegaban a dejar regalos, festejar, reventar piñata y comer pastel. Cada año se caracterizaba por tener un tema diferente, el lazo que unía el dibujo del pastel, las bolsitas, las decoraciones y la sagrada piñata, que por lo general tenía que ver con la película infantil de turno. Así fue como tuve fiestas de la Sirenita, la Bella y la Bestia, Aladino, y cuando no habían cosas de moda, los eternos universales, como Barbie. Llegaban los niños de mi clase, sus hermanos mayores y menores, los hijos de los amigos de mis papás, los colados. Yo esperaba ansiosamente mis cumpleaños y los de mis amigos, porque no había forma de aburrirse, y regresaba con la provisión de confites para las semanas siguientes.

Por más que intentaba ver todo el asunto con los lentes del cinismo y la decepción que tanto he usado en estos tiempos, resultaba imposible. Las familias jóvenes son un excelente ejemplo para recuperar la fe en la humanidad. El tiempo por delante, las inmensas posibilidades… los niños son tan bonitos y tan divertidos, pero en realidad se les quiere de manera incondicional, sólo por el hecho de existir, y me imagino que ha de ser genial saber que con tus cuidados y atención una de esas criaturas puede convertirse en una persona grande y feliz; aunque lo importante es que está aquí, en este momento, en el que su máxima dicha es una película de Elmo y la cúspide del terror es una piñata del mismo.

Y pensé que hubo un tiempo en que yo era una niña pequeña, que hacía felices a mis papás sólo porque tenía un año más, no porque había logrado cosas en el mundo real. Nos llevábamos bien, y yo me sentía segura, y apreciada; que pertenecía a un lado que podía llamar “hogar”. Ahora ya ni sé cómo puedo arreglar todo eso. Me pregunto sobre cómo sería yo como madre o como esposa, y una buena parte de mí se emociona en imaginar que yo podría tener momentos tan felices como los de estas personas, pero cuando se ha estado del otro lado, es inevitable considerar todas las cadenas que se arrastran por estar atada a otros seres humanos.

Me alegra tener una edad en lo que todo eso es una especulación, un escenario más que sólo encuentra eco en mi cabeza. Lo que sucede es que después de la infancia ideal, me siento todavía atrapada en la pesadilla de la adolescencia, y me consume la prisa por finalmente ser una adulta. Pero cuando recuerdo mi edad, me doy cuenta que ya estoy en esa etapa, y que nada ha cambiado en realidad. Sigo teniendo conflictos con el tiempo, añorando el pasado, deseando el futuro, repudiando el presente, y las horas pasan más lentas cuando estás sumida en las torturas auto infligidas. El único remedio es respirar profundo, y volver a las conversaciones con tus congéneres, que no son aburridas como solía creer. Los niños juegan, pero ya no son motivo de crisis existencial. Aunque a mí todavía me siguen gustando los confites y el pastel.

En estos últimos días, con mayor frecuencia que de costumbre, me he encontrado en situaciones en las que desearía tener a Maria Fernanda cerca, o que fuera algún tipo de entidad que pudiera invocarse instantáneamente para combatir el crimen, las injusticias y los abusos al consumidor. Por ejemplo, un día, después de una legendaria asoleada en un proyecto que me ha transformado en una criatura tricolor (un tono de piel para las partes privadas, otras para las expuestas ocasionalmente y otras paras las que no pude cubrir en esa ocasión), el ingeniero con que trabajaba nos invitó a los técnicos y a mí a almorzar a un restaurante de comida china en la Kennedy. A medio plato de arroz, chap suey y pollo, me aparece la mitad de una cucaracha en miniatura, flotando en la salsa. Yo la volteo a ver y se la enseño al ingeniero, que inmediatamente va a denunciarla con la mesera. La tipa en cuestión llega a la mesa, visiblemente irritada, se lleva los platos donde sirvió las comidas, y se lleva el mío también. Regresa al rato con otros platos, pero se le tiene que llamar de nuevo para que me traiga algún recipiente en el que yo pudiera servirme. La tipa está brava porque supuestamente le va a tocar pagar lo que pedimos. Yo no soy buena para escandalizarme, y la verdad, en ese ambiente profesional ni se me cruzó por la cabeza, pero pensé en qué diferente hubiera sido eso si hubiera ocurrido con mis amigos, incluyendo a Mafer. La mesera tiene una tercera, fantástica y última aparición en la que nos arregla los sobrantes para llevar, en la misma mesa (en vez de llevarse las cosas a la cocina, como es costumbre), con una furia, como si quisiera atravesar el mueble con los tenedores. Se aleja de nosotros con un “allí disculpe” digno de un certamen a la condescendencia, como si hubiera sido mi culpa que ellos son unos cerdos anti higiénicos. Estoy segura que Mafer la hubiera regañado al punto de hacerla llorar, no sólo por haber sido malcriada, sino por haber nacido, hubiera llamado a Sanidad frente al cocinero, y jamás habría pagado por cualquier cosa que pedimos, cosa que sí pasó con nosotros. Yo sencillamente me consuelo con el hecho de que es una mesera en la Kennedy y eso ha de ser castigo suficiente.

Voy al banco un sábado después de día de pago, y para ahorrarme un poco de fila voy a la micro sucursal que queda dentro del supermercado. Veo a la gente alineada, y me pongo detrás de un señor. A los pocos segundos siento unos dedos tocándome la espalda, y un tipo de lo más detestable me señala a una gente al otro lado del pasillo, “ESA es la fila”. El hombre no lo sabe, pero yo no soy de esas personas abusivas que se meten frente a otros, pretendiendo no haber visto a los demás que estaban antes que ellas (como me pasó una vez tratando de comprar un Cinnabon. ¿Qué tanta urgencia puede tener alguien por un pinche pan endulzado que tiene la necesidad de ser increíblemente malcriada y vulgar?), pero tampoco sabe lo que me repugna que extraños me hablen con ese tono pesado, por algo que fue accidental y que encima de todo, me ponga sus grasientas manos encima. Si hubo un día en que deseé ser un hombre alto y gordo para pegarle en la nariz a alguien, fue justamente ese. O ser alguien que no tendría problema en decirle sus cuatro cosas que lo hicieran sentir como una lacra miserable; volvemos a que Mafer es un elemento necesario en nuestra sociedad.

Me cuenta (…) que el sábado va a un restaurante chino con su esposo y su hijo, cuando llega una familia que pide el control remoto del televisor, para poner a un predicador evangélico a todo volumen. Ella llama a la mesera para decirle que ella no tiene deseos de ver nada que sea religioso y que por favor cambien eso. La mesera, avergonzada, no sabe qué hacer (seguramente era cristiana ella también). El incidente fue motivo de discordia entre la familia de (…), y ella a su vez me pregunta qué hubiera hecho yo en su lugar. Mi inmediata respuesta mental fue “hablar mal de esa gente en la mesa con las personas que me acompañaban, y después venir a escribir cosas malas de ellos en el blog”, la segunda respuesta mental fue “enviar a Mafer”, lo que respondí en realidad: “No sé”. No soy buena para las conversaciones estos días.

Hay maneras de pedir las cosas, aunque sean cosas que uno está consciente que a la otra persona no le van a venir en gracia. Supongo que el señor en el banco y la mesera zorra no lo saben, pero me sorprendió descubrir que un asistente de taxista sí se da cuenta de eso. Con un amigo esperábamos a que nos vinieran a recoger a la universidad, y para descansar un poco nos sentamos en una banca en el punto de taxis colectivos, que mide casi tres metros de largo. Estaba vacía cuando llegamos, pero enfrascados en nuestra conversación no nos dimos cuenta que se apiló una multitud a un lado de nosotros, dejando el otro lado vacío, como si todos esperaran que nos moviéramos para subirnos a un taxi. El asistente de taxista -el tipo que les va anunciando a todos adonde se dirige la presente unidad y les abre la puerta a los que van a irse en ella-, nos queda viendo y nos dice “Disculpe, ¿creen que puedan moverse? Esa banca es para los que esperan taxi”. Tenía listo mi discurso de que tengo derecho a estar sentada aunque a no me vaya a subir a un taxi, y que hay espacio para todos, inserte un insulto aquí, pero caí en cuenta de que por una vez, alguien fue amable al pedir cosas desagradables. No nos paramos, pero nos hicimos a un lado; después de todo esa gente a veces hasta está armada. Por el resto de la espera tuvimos que decirle a los que caían a la par, que se movieran, que no estábamos en la fila. Pero me dio risa pensar que la falta de cortesía no es necesariamente producto de la falta de educación, de igual manera, estoy segura que Mafer hubiera defendido nuestro honor.

Ahora que ese ciclo se acabó, tengo algunas cuantas reflexiones sobre el mundo del trabajo, desde luego, enmarcadas en el universo de la construcción. Para empezar, aquellos a los que algunas décadas de malas experiencias han soterrado nuestro carisma y encantos personales estamos fregados, porque uno de los principales factores de éxito en el mundo adulto es qué tan bien les caes a las personas correctas. Con un solo individuo determinante que te encuentre simpático eres capaz de conseguir un puesto en el que sólo llegues a sentarte por 9 horas a un escritorio a chatear y escuchar música, y ganando dinero por eso (ni siquiera debes conservar esa simpatía con el resto del equipo, puedes tratarlos mal, pero si el jefe te quiere allí, nadie más puede moverte). O bien, se te facilita hacer tareas más difíciles y cuando las circunstancias lo exijan decir: “tuvimos un retraso” y no recibir regañadas que pasarán a la historia o humilladas que provoquen heridas de por vida.

El otro extremo del espectro, cuando absolutamente nadie te tolera y logras alienar a todas las personas a tu alrededor, puede ser bastante dañino. La mala reputación alcanza extremos lejanos de un mismo país, y en casos especiales, trasciende al extranjero. Las personas trabajarán de mala gana contigo, hablarán pestes de ti a tus espaldas, ningún ingeniero supervisor aceptará lo que has hecho, e incluso habrá algunos que te tengan en su lista negra y no puedan siquiera voltearte a ver. Existen dos tipos de jefes, aquel que te invita a almorzar, y el que compra comida, comienza a comer enfrente de ti y no te ofrece ni una papita; uno trabaja con mayor agrado para el primero.

Ese tipo de comportamiento negativo sólo se explica con una sencilla razón: si no te gusta tu trabajo, tu destino está sellado. Empiezas a contaminar a todo mundo con tus arengas de por qué no quieres estar allí, pero volvemos al asunto que ahora eres un adulto y nadie puede obligarte a quedarte en un lugar en el que no te sientes bien. El trabajo lo haces de manera mediocre, e interfieres con otras personas que sí disfrutan sus ocupaciones y se las toman en serio, o que están tan sumergidas en el sentido del deber que el placer se vuelve secundario para ellos. No importa: tus acciones tienen una serie de consecuencias nefastas para varios sectores de las ramas en las que estamos interconectados los unos con los otros. El proyecto queda mal, la empresa a nivel local se ve afectada, la empresa a nivel internacional queda tachada y tú puedes destruir cualquier deseo que otra persona tuviera para contratarte. Si todavía tienes fuertes lazos con tu familia, probablemente sea mejor estar desempleado que empleado en algo detestable.

La experiencia es algo que vale la pena tener; es conocimiento que no puede ser transmitido, te rodea un aura de confianza, una seguridad no necesariamente en el resultado, pero sí en los medios para alcanzarlo, te permite saber rápidamente con quién estás tratando y qué puedes esperar de esa persona. Por ejemplo, 23 años de tratar ingenieros civiles me han permitido comprobar en estos meses que los miembros de esa especie son todos iguales (con excepciones que podría contar con los dedos de una mano), sin importar diferencias de edad, sexo o religión o falta-de. Para sobrevivir en su medio deben aprender a tener esa actitud de sabelotodo y “todos son inferiores a mí”, de lo contrario serán engullidos por todos los subordinados (y a veces colegas de otras ramas) que tienen a su cargo y que sufren de una alta probabilidad de no hacer las cosas correctamente. Son ultra condescendientes, en el sentido que si tú los llamas por otra palabra que no sea “ingeniero” es la hecatombe, pero ellos se sienten con toda la libertad de llamarte “licenciada”, “ingeniera”, o hasta “muchacha”, cuando ya te han presentado con tu nombre como una estudiante de arquitectura. Y deberían de patentar su línea de ropa: todos se visten igual. Hace poco que se celebró el día del ingeniero, mi solidaridad estaba con los albañiles.

La semana pasada asistí a un seminario sobre cómo buscar trabajo, y me di cuenta de todos los errores que había cometido en este. Con la perspectiva de que los días estaban contados, esta última semana fue extremadamente agradable, pero para estar otro mes más, dudo mucho si hubiera conservado algo de cordura al final de ese tiempo. Conocí a muy buenas personas, vi buenos proyectos y me entretuve, pero aclaré de una buena vez por todas a lo que sí me quiero dedicar, y en los momentos en los que me aburría o me sentía desubicada pensaba con tristeza que hubiera aceptado ser voluntaria sin paga en otro lugar en el que sí me hubiera sentido conectada con lo que me atrae o que tan siquiera me hubiera contado como práctica. Lo más difícil es que es igual que estar estudiando, con respecto a que te absorbe la mayor parte del día y no queda a veces ni una pinche hora para dedicarte a las cosas importantes. Sentirte extenuado la mayor parte del tiempo y saber que no estás contribuyendo a nada importante, tanto para los demás como para tu propio camino, no tiene justificación. Hacer algo sólo porque te pagan, sólo porque estás de vacaciones y no hay nada mejor que hacer, o sólo para no estar en casa, no son buenas razones, te dejan sintiéndote vacío e inútil. Sin embargo, la lección más importante que pude extraer, es que la segunda vez que haces algo, sale mejor, así que he de volverlo a intentar.
Dios, odio las rupturas. Aunque ambas partes sepamos que nuestra asociación no es la adecuada, y que incluso ha llegado a tomar matices dañinos y destructivos para ambos, separarse deja un gusto amargo en la boca. La sensación de fracaso es inevitable.

Es sorprendente lo difícil que es despedirse de la comodidad de la costumbre, porque no queda ninguna huella de la necesidad o de algún aprecio que pudo haber existido en los inicios. Por lo menos esto fue rápido, no hubo de esas conversaciones de tres horas analizando qué salió mal, qué va a ser ahora de nosotros. (Digo “por lo menos”, pero en el fondo hubiera deseado que me retuviera, que me rogara quedarme, que hubiera habido algo de tristeza, o algún movimiento accidental que delatara que él no estaba tan tranquilo al final de cuentas. Sólo esa aburrida diplomacia, que paso reclamando a algunas personas que son incapaces de tener. Lo que sucede es que he tenido malos ejemplos, y estoy acostumbrada a que los finales sean dramáticos, explosivos, con jarrones quebrados y sollozos con los que corren el riesgo de asfixiarse. )

Sólo queda levantarse, sacudirse el polvo y seguir adelante. Tal vez me corte el pelo, como para que un cambio de apariencia me separe de un solo con todo lo que no me hubiera gustado vivir en primer lugar. Los agradecimientos por el tiempo y la madurez adquirida… están sobrevalorados.
Cuando recién empecé a trabajar hubo alguien que me dijo: “¡Felicidades! ¡Ya sos uno de nosotros, con un sueldo, con un jefe a quien responderle!”. Probablemente no lo dijo con esa intención, pero me sentí profundamente ofendida, como si me estuviera dando la bienvenida al club de los mediocres, de los esclavos subordinados, los que pierden su gusto por la vida por tener que subsistir. Cuando le contaba a otra persona lo insatisfecha que me siento, no con el mundo laboral en general, sino con el mío, sus magníficas palabras de aliento fueron: “Esa es la vida y así te va a tocar siempre”. Después se preguntan por qué me decepcionan tanto los adultos y por qué no me gusta hablar con la gente.

Con todo lo que ha estado pasando últimamente me arrepiento tanto de no haberme escuchado adecuadamente a los 17 años, cuando yo quería hacer cosas que contradecían a las autoridades paternas, las expectativas de los profesores de la escuela, las prácticas comunes del ciudadano promedio. Las cosas hubieran sido iguales o más difíciles, con la diferencia que sentiría que tendrían un propósito, y no que son vacías y ridículas como ahora. Como consecuencia ha empezado a germinar dentro de mí la idea de que la gratificación instantánea debería de considerarse el valor supremo en el que mi vida debería basarse. Si algo no es placentero o agradable de entrada, no hay razón para que seis semanas o seis años después vaya a mejorar o deje algún tipo de recompensa que justifique el tiempo invertido. Estoy cansada de esperar, de ser comprensiva.

Recuerdo vívidamente lo radical que solía ser, lo repugnante que me parecía que todo mundo dejara sus más altas aspiraciones de lado sólo porque no entraban en alguna categoría de “rentable”, o “seguro”. Esa rebeldía se calmó un poco con los estudios, porque de alguna forma son liberadores, son el precio que tengo que pagar por haber nacido, pero en estos momentos, encontrarme en situaciones que no los involucran directamente, que me parecen desordenadas, desmotivantes y para colmo de males, infructíferas, es suficiente para atrofiarme, para hacerme explotar a diario y no querer seguir. Me hace sentir peor que me comprometí desde un principio a estar cierta cantidad de tiempo, y porque di mi palabra no puedo sencillamente quedarme en la cama y renunciar a todo.

(Me siento en Guantánamo, siendo sometida a la tortura diaria y espantosa de las mismas canciones de Jessica Simpson, Toni Braxton Rihanna, Luis Miguel, Alejandro Sanz, Alejandro Fernández, la Oreja de Van Gogh…)

Si la Marcela de 17 años me viera en estos momentos, me escupiría en la cara.
Mi abuelo coleccionaba las revistas Selecciones. Siempre estaba la última edición en su casa, además de estantes repletos de números de los 70s en adelante. Ir a leer esas revistas era una de las cosas que más disfrutaba de mis vacaciones de la escuela. En una ocasión leí en una de ellas un artículo sobre cómo una chava cuando era niña no se llevaba bien con su madre. Peleaban muy seguido y la convivencia en la casa era muy difícil. A la niña se le ocurrió escribirle una carta a su madre, explicándole su punto de vista de las cosas. Fue tan productiva esa carta que no sólo empezaron a llevarse mejor, hicieron un hábito de escribirse la una a la otra, tanto para contarse las cosas buenas que pasaban en sus vidas, como para tratar cualquier roce que tuvieran en el día. La chava creció, se fue de su casa y aún así continuaba con la correspondencia, que fue el factor determinante para que tuvieran una relación tan profunda y significativa. Impresionada por lo innovador de ese método, intenté hacer eso con mi propia madre. Recuerdo que funcionó bien al principio, pero por alguna razón desistí y descontinué las cartas. Ni siquiera las conservo; seguramente las rompí en algún ataque de rabia por algún enojo que tuvimos.

Tenía una mejor amiga en ese tiempo, Ana L. Yo acababa de leer un artículo sobre la vida de Anna Frank, y se me ocurrió algo mejor, a mi parecer. Las dos tendríamos un diario en el que narraríamos nuestras vidas y lo cambiaríamos con la otra, para que la otra persona pudiera responder en él o comentar sobre lo que nos pasó. Todavía recuerdo adónde compré el diario, su cubierta y el olor de las hojas. Era de los diarios típicos de niña, con candado y todo. Me preocupé al principio porque era extrañamente grueso, y pensé que jamás lo llenaría. El proyecto de escribirme con mi amiga tampoco duró mucho tiempo, porque pronto me di cuenta que las cosas de las que yo quería hablar se estaban tornando demasiado personales y no las quería compartir. No tengo idea de que tantas intimidades pude haber tenido a los 10 años, pero así me sentía.

En la escuela tuvieron la idea de hacernos escribir cartas a estudiantes de nuestra edad, en una escuela de Francia. Redactamos nuestra carta, presentándonos, hablando de nuestras vidas e intereses, y allá las iban a rifar para ver a quién le tocaba respondernos. Unos meses después recibí una carta de un niño que cometió el error atroz de incluir una foto suya que no era muy favorecedora, sumándose al hecho que su letra era muy fea, tenía demasiados errores ortográficos y él no contaba nada trascendental. Intenté ese mismo proyecto con alguien de mi familia entonces: una prima un año mayor que yo, que vivía en Ceiba. Los resultados fueron muy similares: yo estaba emocionada porque tenía miles de temas que podríamos discutir con nuestras cartas clandestinas y sin supervisión adulta, pero cuando recibí su primera carta me decepcionó tanto su inmadurez e infantilismo literario. Yo me tomaba muy en serio todo eso.

Tres años después habría de conocer a la única persona con quien pude mantener lo más cercano a una relación epistolar. En nuestro viaje de sexto grado a Francia, en el hotel de estudiantes en el que nos quedábamos con mi clase, se me acercó una joven un poco mayor que yo, preguntando por otra compañera. Yo no tenía idea en qué andaba la otra chava, pero usando eso como excusa, platicamos un rato e intercambiamos direcciones para escribirnos. Ella era de una ciudad al sur de Francia y andaba conociendo París también. Los primeros años recibía muy seguido sus cartas, con sus fotos de sus visitas a Marruecos –su país natal-, pero a medida que fue pasando el tiempo el intervalo entre ellas se fue haciendo más grande. El año pasado recibí su última carta, en la que me invitaba a su boda.

Después del fracaso que era tratar de escribir para otras personas, decidí inventarme un personaje ficticio al que podría dedicarle mi diario, al estilo de la ya mencionada señorita Frank y su “Kitty”. Pero tampoco duró mucho, y terminé sencillamente redactando lo que pasaba en mi cabeza, sin importar quien lo leyera, y de alguna forma, aliviada de que a nadie le interesara. Generalmente, si no podía dormir una noche, yo sabía que era algo que tenía que decir, y me desvelaba desahogando todo lo que me había pasado. Todos los años hacía un pequeño exposé de mis compañeros de clase, anotando lo que pensaba de cada uno de ellos, y resultaron tan divertidas mis impresiones sobre ellos que terminé mostrándoselas a Bertha. De esa colaboración nació un periódico ficticio que contaba los últimos acontecimientos de la escuela, como si la escuela fuera una selva perdida en Timbuctú y cada persona fuera un animal en particular. Nadie debe temer que esas impresiones salgan a la luz si es que algún día se hacen famosos, porque uno de esas ocasiones en que me carcomía la decepción por mi existencia me deshice de todos esos diarios. En la actualidad sólo conservo los datan de mis catorce o quince años en adelante.

En secundaria leí los diarios de Anaïs Nin, que fue la que me enseñó que los diarios no son un simple pasatiempo, algunos podrían tener un valor literario. La versión censurada es toda dulce, agradable. Fueron un ejemplo en cuanto a introspección se refiere; entendí que no es que sea una buena idea desmenuzar cada hebra de la vida interior, es absolutamente indispensable y necesario, por mucho que ese hábito termine ahogándote en la desesperación ya que te aísla de los demás y dificulta la comunicación con ellos. La versión sin censura me abrió las puertas a todas las cosas que no pensé que tendría el valor de ver de frente en mi propia vida. Admiré tanto la libertad que ella sentía para escribir sobre cualquier cosa, perversiones incluidas. Me encanta la forma en que ella manipulaba la existencia a su gusto con tal de tener algo que decir sobre ella, nada caía dentro de lo trivial o superficial, las cosas más rutinarias cobraban un valor supremo cuando ella las narraba, aunque desde luego hacía todo en su poder para que su vida fuera exótica, rodeada de gente talentosa, con situaciones inusuales.

En último año de secundaria, para la clase de inglés había que leer varios libros y redactar ensayos en un cuaderno, basándonos en lo que leíamos. La profesora los leería y comentaría al respecto. Siempre me gustó esa clase, pero esa era la tarea que más disfrutaba hacer. En algún nivel conseguí lo que no logré con nadie más: escribir sobre cosas interesantes, y tener garantizada una lectora que sí pudiera entenderlas. Sólo por eso me da pesar haber pasado ese año y no haber sido una mala alumna que tuviera que repetir segundo de bachillerato.

En fin, este blog no es otra cosa más que la forma de turno para la exhibición desmesurada de mis paranoias y ambiciones, de una manera demasiado pública tal vez. En estas últimas semanas he pensado seriamente sobre qué va a suceder con él, si debería cerrarse, o restringirse su entrada, o probablemente sólo reservarse para cosas ligeras y llevaderas, dejando los más espeso para otros medios que no dejen represalias. De todas formas, esta es la única cosa que disfruto hacer independientemente de si lo hago bien bajo cualquier estándar objetivo, voy a continuar haciéndolo sin importar si alguien lo lee o si alguna vez me sirve de algo. Esta es la forma en que proceso el mundo, la única en que logro entenderlo, quererlo o detestarlo a mi gusto. Este blog es temporal, otras cosas serán permanentes.
Otro día más en el vientre de la bestia que nos permite subsistir y alimentarnos. Examino con detenimiento mi vida y me doy cuenta de varias cosas. Para empezar, tengo un serio problema con la repetición de los patrones en cualquier nueva actividad que emprendo o cualquier lugar al que vaya. La emoción y los nervios iniciales son rápidamente sustituidos por la rutina y la adaptación, para finalmente dar paso al estancamiento y el tedio. Tal vez no todo sea tan malo y trágico como lo percibo en mi cabeza, pero no soporto la rutina, saber qué voy a tener que hacer mañana a cada hora del día, estar consciente que no me espera nada nuevo. Trato de conformarme con las pequeñas felicidades, como dar gracias al cielo porque encontré asiento en el bus, que el conductor no pone reguetón o románticas, que por un día no tuve que escuchar música asquerosa por nueve horas, que el almuerzo es decente, que la conexión de internet en mi casa no es tan mala como otros días… pero todo eso me parece un premio de consolación para algo grandioso que no sé qué es y que probablemente si algún día logro identificar y alcanzar termine detestando al poco tiempo. Intento modificar la estructura de un día haciendo cosas inusuales, pero me descubro teniendo serios ataques de compulsión como cuando me dan ganas de barrer todo el lugar donde trabajo o lavar todos los platos sucios que dejan porque no tolero seguir haciendo nada en mi escritorio. Termina el día laboral y lo único que me hace sentir mejor es gastar dinero, en golosinas, bebidas o salidas.

Mi nivel de motivación es directamente proporcional a los niveles de cafeína en mi cuerpo. Como toda buena droga, necesito cada vez más para lograr un efecto comparable al que he sentido en otras ocasiones. Mis pobres riñones y mi piel (que me han dicho que se oscurece con el consumo crónico de café) tendrán que subordinarse a mis deseos de no tirarme de un precipicio o debajo de un carro cuando voy caminando por la calle.

No extraño la universidad, pero saber que tengo que volver en unos cuantos meses me da un poco de esperanza para el futuro. Seguramente las clases seguirán siendo una mierda como siempre, pero en estos momentos todo es un avance: tendré unas cuantas semanas de muy merecidas vacaciones, estas clases serán las últimas que tendré que tomar en esa universidad horrorosa, y después tendré que trabajar en algo que sí esté relacionado con mi oficio y que me acerque a la meta prodigiosa que es la graduación. Entiendo que no es un enfoque muy sano el seguir postergando el día en que finalmente me sienta libre y dueña de mis actos, en vez de disfrutar el momento presente, y no preocuparme tanto. Pero necesito un descanso de todo lo externo, y no encuentro un lugar en el que pueda desconectarme de ello, no encuentro un método tampoco.

Soy consciente que estoy haciendo que este tiempo pase rápido, a pura distracción, vicios, autosabotaje. Me doy cuenta de lo que hago mal, merezco algo de crédito por eso, maldición.
Una de las cosas más divertidas en WoW es que cada raza tiene diferentes formas de baile, chistes y coqueteos. Son absolutamente geniales y hacen muchas referencias a personajes famosos de la cultura pop. Primero los bailes:
Los chistes.
Los coqueteos.
Disfruten!