Nunca creí que iba a llegar el momento en que yo iba a estar del otro lado de las fiestas infantiles: del lado de los adultos. Las piñatas, las decoraciones temáticas y las bolsitas estaban marcadas en mi cerebro como cosas que todavía estaban a mi alcance, como persona que las disfruta, no como observadora lejana; pero en los últimos años, por la evolución natural, he visto el barco de mi infancia alejarse aún más; por las nuevas amistades, es que soy capaz de apreciar ese nuevo contraste. (Sin embargo, no he cruzado el umbral completamente. Ese día llegará cuando sea mi turno de organizar ese tipo de celebraciones para un infante de mi creación, pero esos tiempos son tan lejanos que en el horizonte ni siquiera se vislumbran.) Miraba a los niños jugar despreocupados, corriendo por todas partes, en medio de todos nosotros, adultos entumecidos en una silla. Probablemente ellos ni se ocupaban de nosotros en un sentido práctico, mucho menos en uno filosófico, pero yo recuerdo que cuando era pequeña juraba que nunca iba a crecer para no terminar en las fiestas sentada, como todo el mundo, platicando de cosas que yo estaba segura, eran aburridas.
Me acordé de mis propias fiestas, antes de cumplir nueve años. Mis padres las organizaban en un lugar al aire libre, perfecto para los juegos organizados de la manada de niños que llegaban a dejar regalos, festejar, reventar piñata y comer pastel. Cada año se caracterizaba por tener un tema diferente, el lazo que unía el dibujo del pastel, las bolsitas, las decoraciones y la sagrada piñata, que por lo general tenía que ver con la película infantil de turno. Así fue como tuve fiestas de la Sirenita, la Bella y la Bestia, Aladino, y cuando no habían cosas de moda, los eternos universales, como Barbie. Llegaban los niños de mi clase, sus hermanos mayores y menores, los hijos de los amigos de mis papás, los colados. Yo esperaba ansiosamente mis cumpleaños y los de mis amigos, porque no había forma de aburrirse, y regresaba con la provisión de confites para las semanas siguientes.
Por más que intentaba ver todo el asunto con los lentes del cinismo y la decepción que tanto he usado en estos tiempos, resultaba imposible. Las familias jóvenes son un excelente ejemplo para recuperar la fe en la humanidad. El tiempo por delante, las inmensas posibilidades… los niños son tan bonitos y tan divertidos, pero en realidad se les quiere de manera incondicional, sólo por el hecho de existir, y me imagino que ha de ser genial saber que con tus cuidados y atención una de esas criaturas puede convertirse en una persona grande y feliz; aunque lo importante es que está aquí, en este momento, en el que su máxima dicha es una película de Elmo y la cúspide del terror es una piñata del mismo.
Y pensé que hubo un tiempo en que yo era una niña pequeña, que hacía felices a mis papás sólo porque tenía un año más, no porque había logrado cosas en el mundo real. Nos llevábamos bien, y yo me sentía segura, y apreciada; que pertenecía a un lado que podía llamar “hogar”. Ahora ya ni sé cómo puedo arreglar todo eso. Me pregunto sobre cómo sería yo como madre o como esposa, y una buena parte de mí se emociona en imaginar que yo podría tener momentos tan felices como los de estas personas, pero cuando se ha estado del otro lado, es inevitable considerar todas las cadenas que se arrastran por estar atada a otros seres humanos.
Me alegra tener una edad en lo que todo eso es una especulación, un escenario más que sólo encuentra eco en mi cabeza. Lo que sucede es que después de la infancia ideal, me siento todavía atrapada en la pesadilla de la adolescencia, y me consume la prisa por finalmente ser una adulta. Pero cuando recuerdo mi edad, me doy cuenta que ya estoy en esa etapa, y que nada ha cambiado en realidad. Sigo teniendo conflictos con el tiempo, añorando el pasado, deseando el futuro, repudiando el presente, y las horas pasan más lentas cuando estás sumida en las torturas auto infligidas. El único remedio es respirar profundo, y volver a las conversaciones con tus congéneres, que no son aburridas como solía creer. Los niños juegan, pero ya no son motivo de crisis existencial. Aunque a mí todavía me siguen gustando los confites y el pastel.
"Cortá un pedazo de torta y dame,
ReplyDeletevamos a la esquina a ver que pasa,
todo está en orden, como es costumbre.
Si algo ha cambiado, eso es nosotros;
El otro cambio, los que se fueron"
Litto Nebbia
Yo practicamente he olvidado cómo eran mis fiestas de cumpleaños. Al menos puedo ver a estos niños divertirse. Y no, no creo que hablemos temas aburridos, aunque si pasamos entortados en las sillas :P
ReplyDeleteEs muy estraño de repente encontrarse en esa etapa, recordar cuando era uno el que hacia la fila para q le dieran la bolsita de dulces y ahora es uno el q las anda repartiendo, se extraña ser niño, pero vivi mi infancia muy feliz y a decir verdad la extraño la recuerdo y trato de mantener mi espiritu con la energia de un niño, aunq cuando uno crece ya no es tan divertido.
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