En mi profesión la norma es que la gente tenga una eterna ansia de libertad mezclada con un toque de rebeldía, lo que los hace preferir automáticamente la vida en la construcción, donde la ropa es informal, los horarios son flexibles y la gente tiene permitido decir boconadas. Yo detesto la construcción y huyendo del sol y los albañiles, lo natural es que prefiera una oficina coqueta y una silla cómoda para ejercer mi extraño talento para permanecer por horas frente a una computadora y jamás aburrirme. Sin embargo, hasta ahora mi experiencia de oficina se limitaba a dos meses en una oficina gubernamental, que a estas alturas entiendo, es un universo paralelo donde las leyes y reglas de las oficinas estándar, no aplican.
Lo primero que me impactó de trabajar en confinamiento es que hay que permanecer sentado todo el día. Y me refiero a TODO el día. El sistema está específicamente diseñado con teléfonos y correos para que no se tenga que perder tiempo haciendo circular sangre por las piernas. Pude soportar dos meses con la paranoia constante de que mis venas se estaban endureciendo y saliendo a la superficie, antes de que volviera al gimnasio, que por cierto cumple otra función, la de excusa para salir –no temprano, sólo salir de la oficina. Porque esto es otro de mis descubrimientos con respecto a la vida adulta: todos asumen que no tenés nada mejor que hacer aparte de trabajar, así que hallarán la forma de clavarte con tareas para seguir desconectado de tus amigos, novio y familia, como si todavía estuvieras rogando por una buena nota en el sistema educativo público. No existen los fines de semana, no existe el tiempo previo y posterior al horario, de ahora en adelante todos los días son de servicio, de disponibilidad, de tener una agenda y un lápiz a la mano.
Resulta que la temperatura ambiente es un tema controversial y el tópico en torno al cual giran las discordancias en una oficina. Me imagino que ahora lo que está de moda es tener oficinas abiertas, con cubículos bajos, donde todo mundo puede ver lo que estás haciendo en tu computadora para que te dé pena abrir el facebook (que de paso es una de las tantas páginas bloqueadas en la red de la empresa) y para que todos se vean forzados a convivir unos con otros. Pero resulta que unos tenemos más o menos grasa inmediatamente debajo de la piel que los demás, y no disfrutamos del aire acondicionado a toda potencia y con aspas giratorias que botan papeles a su paso como otras personas. Otras personas que a propósito esconden el control remoto del aire y que mágicamente pueden detectar cuando alguien ha subido o bajado un grado a la temperatura y se enojan y reclaman y al final a todos nos terminan moviendo a otro lugar donde ya no tengamos que pelear más por el aire acondicionado.
Convivir es un término subjetivo también. En algunos lados del planeta ha de significar tener modales, ser discreto y prudente en tu comportamiento. En otros ha de referirse a esas conductas como hablar a todo volumen en lenguaje que sólo sería aceptado en una construcción –ver párrafo 1-, tener conversaciones con amigos y familiares cuando deberías estar trabajando y todo mundo te está escuchando y divulgar tu vida privada a los cuatro vientos. Podría hacer posts, libros enteros de los pintorescos personajes a los cuales les conozco su vida, la de sus hijos y esposos, porque ellos mismos se encargan de hacerla saber. Al principio me parecía extraño y hasta de mal gusto, pero la verdad es que pasar más de 10 horas en un lugar te hace añorar lo que tienes lejos y todas las cosas que uno siente que se está perdiendo. Lo aprendí los días que estaba Arquímedes en casa y yo sólo quería pasar llamando para saber cómo estaba. Así que es natural.
Es mi deber hacer notar que no es necesario ser extravagante y exhibicionista para que todo mundo sepa de tu vida. En la oficina todo mundo sabe quién sos, aunque no te saluden por las mañanas porque pertenecen a departamentos diferentes. Es como vivir en un eterno episodio de “Gossip girl” sin la ropa bonita; todo mundo sabe con quién andás, qué hacés y porqué te vas a ir de la oficina, cuando llegue tu turno. Por cierto que generalmente para esa transición se organizan cenas y almuerzos de despedida, en restaurantes para jóvenes profesionales. Las cenas no son recomendables: no hay excusa para irse temprano, y al final del día socializar forzadamente se siente como una extensión del trabajo. Pero los almuerzos son brillantes, son dos horas en vez de la media hora reglamentaria, para comer en paz, comer algo recién hecho que no viene en paila de plástico y para relajarse, aunque sea hablando del trabajo. Sin embargo las despedidas tienen un componente adicional. Hay que hablar en público… Si en la comitiva que organizó el evento hay uno de esos seres extrovertidos al 100% que no temen dar discursos, automáticamente pasan la batuta a todos los demás que se ven obligados a inventar cualquier cosa que pueda decirse en un promedio de tres frases para no sonar escueto, pero tampoco cursi y mucho menos falso porque uno no lleva tanto tiempo como para conocer a la persona que se está despidiendo. En ese sentido son mejores las celebraciones de cumpleaños, sólo hay que atravesar el momento incómodo de la brecha generacional para cantar al unísono que ya se quiere pastel para acabar con esto.
A pesar de todo, trabajar en oficina tiene las tres grandes ventajas de la vida adulta: los tacones, la ropa y las ventas por catálogo. Aunque de la primera estoy empezando a dudar porque ahora paso todos los días con un dolor de espalda que me hace cuestionar seriamente si sólo tengo 25 años o si de veras el cuerpo envejece más rápido que uno. Y no, la almohada ortopédica para la espalda no funciona. La ropa es lo mejor: por fin tengo dinero para ir a los descuentos en las tiendas y comprarme las chaquetas preciosas de botones gigantes que nunca voy a usar porque aquí no hace frío pero siempre quise tener. Me compro pantalones de tela, camisas y vestidos, como si no hubiera mañana. (Trato de no actualizar mi cuenta de banco hasta que es realmente necesario.) Y quien no ha comprado todavía de un catálogo de Avon y Oriflame se pierde de los mejores delineadores que en el supermercado no se pueden encontrar.
Marcela, no sé cómo lo haces pero tienes una gran experiencia de vida con sólo 25 años. Me gusta leer tu día a día.
ReplyDeleteUn saludo. Antonio (Zaloette)
PS - He incluido tu Blog entre las lecturas obligadas de aquellos que acostumbran visitarme
Rayos! Rayos! Rayos! Yo no quiero ser adulta :$
ReplyDeleteLo bueno es que podás comprarte ropa =D
Jajajajajajajajajajaja, es lo único bueno pequeña ;)
ReplyDeleteY muchas gracias Zaloette!