Me encontraba en la sesión de prueba de un gimnasio que queda cerca de mi casa, en lo que sería una escena ideal de película: una multitud completamente sincronizada en una rutina de aeróbicos mezclados con algún tipo de baile que no logré identificar si era ballet o danza contemporánea, donde para rematar el profesor daba la clase de frente y no de espaldas, y yo, que resaltaba por hacer exactamente lo contrario a todo el mundo y por tener cara de estar desubicada y desamparada. En medio de la conmoción, me puse a pensar que hoy trabajé todo el día y fui al gimnasio por la noche, exactamente las mismas actividades que estaba realizando hace un año. Es como si me encontrara exactamente en el mismo lugar, pero en un nivel diferente.
Estas vacaciones estoy aprovechando para retomar mis orígenes profesionales y volver a la práctica arquitectónica pura. Estoy en una agencia donde soy la única mujer, algo que ya me ha sucedido en varias ocasiones y donde puedo dedicarme a dibujar hasta el cansancio. Me encanta leer y escribir y me ha fascinado la maestría hasta ahora, pero es muy reconfortante hacer algo que se ha convertido en mi segunda naturaleza y donde la adaptación es menos áspera. Pero la maestría me persigue en cierta forma y se mezcla con mi trabajo porque tengo la oportunidad de ver los edificios históricos desde una nueva perspectiva: ya no son objetos que analizar a la distancia, trabajo con ellos desde sus entrañas y puedo apreciar su transformación de hoteles abandonados a apartamentos de lujo.
Por supuesto, para contrarrestar el sedentarismo diurno es necesario que haga ejercicio. Es imperativo además porque hace poco regresé de casi dos semanas de comer pizzas recalentadas, pasta y sándwiches y absolutamente nada de ensaladas en Italia. A eso hay que agregarle que desde que se fue Esther no he vuelto a correr, o hacer alguna flexión o abdominal, ni siquiera por accidente. Yo sabía que era Esther la razón por la que hacía ejercicio: sin ella no hay motivación, la pereza es demasiada y los noticieros franceses están plagados de reportajes sobre corredoras que han sido secuestradas y han aparecido tiradas en los bosques, por lo que no me atrevo a ir yo sola a dar vueltas por mi universidad. La única presión que me puedo imponer para ejercitarme es pagar por ello, por lo que decidí darme una vuelta por los gimnasios que tengo cerca para ver qué tal. Hasta ahora el que he visto tiene una sala de pesas junto con las máquinas de cardio y otra sala para los aeróbicos. “Son 800 metros cuadrados!”, me dijo el señor ofendido cuando le pregunté si eso era todo. Mi antiguo gimnasio tenía canchas de basket, fútbol, racquetball, salas de spinning, de artes marciales, para aeróbicos, una sala de pesas y dos de cardio pero lo mejor, es que tenía televisores individuales en cada caminadora y así podía ver programas de cocina mientras corría (mejor dicho, caminaba más o menos rápido). Y me están pidiendo un cheque de garantía de 400 euros, así que probaré otro a ver si es más convincente.
Y por las noches vengo a mi casa a hacerme la cena/almuerzo del día siguiente, a ver el canal de noticias y luego mis series para luego leer. Si la comida fuera hecha por mi madre y estuviera viendo canales gringos, sería como teletransportarme al 2010. Así que estoy haciendo lo mismo, pero he avanzado mucho para llegar a este punto, estoy un peldaño más arriba. Y eso me hizo pensar en Hegel durante la clase de aeróbicos; tal vez por eso nunca pude aprenderme la mísera rutina.
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