Habiendo sido toda mi vida una citadina hasta los huesos, la playa para mí representaba esas vacaciones ideales que se toman una vez cada tres años como mínimo. Estaban lejos y planear un viaje hacia el norte requería de mucho tiempo y dinero. Cuando supe que venía a Bordeaux (y busqué la ciudad en un mapa por primera vez) me emocioné al saber que tendría la playa tan cerca, probablemente al alcance de un viaje corto en bus. Me imaginaba tirada en la arena todos los sábados y los domingos, con un bronceado perpetuo y con una actitud relajada que reflejara mi conexión recurrente con el océano, en fin, recreaba en mi cabeza los mejores momentos de “Laguna Beach: the real Orange County”. Pero resulta que hay que tomar un tren para ir al mar y que al retomar los estudios regresé a mis sábados y domingos de hacer tareas, así que no he ido tanto a la playa como debería. Sin embargo, si no me he incorporado al modo de vida playero ahora soy capaz de entender la obsesión con el clima, los pronósticos del mismo y de aprovechar los días de sol cuando estos se dignan en aparecer. En pleno julio, las últimas dos semanas han sido frías, lluviosas y deprimentes y no había noticiero que no tratara de calmar al espectador de su enorme decepción al darse cuenta que sus vacaciones de verano no tenían el clima que esperaba. El ánimo en la ciudad cambia: todos van en el tranvía con cara de enojo, se saca del clóset la ropa de invierno y uno añora aunque sea un rayito de sol. Por lo que cuando finalmente sale y se tiene la oportunidad, es obligatorio: hay que ir a la playa.
Según yo, a estas alturas ya me había acostumbrado al estilo europeo en las playas. El surf es una de las actividades de predilección, así como el bronceado, que es atractivo por ser un símbolo de estatus y de tiempo libre. Pero el bronceado acarrea la práctica –exótica para mí- del topless, algo más frecuente entre las mujeres mayores que entre las jóvenes, que naturalmente no han de querer mostrarse sin ninguna recompensa implícita en el proceso. Al principio, ver a todas las señoras sin la parte superior de su traje de baño me impresionó, pero de veras que uno termina acostumbrándose a todo, o eso pensaba yo hasta que me llevaron a una playa nudista.
Para nuestro primer día en Bilbao, como el clima era favorable, decidimos ir a la playa y Adriana recomendó Sopelana, a una media hora en carro de la ciudad. Nos instalamos tranquilamente con nuestras toallas y nuestras sombrillas para un día de relajación, pero aquí es cuando debo explicar las grandes diferencias con respecto a las playas caribeñas que me han malcriado completamente. No sólo el agua es fría, primera enorme decepción, sino que además el viento sopla muy fuerte y es helado también. Con el sol abrasador todo se vuelve confuso: no me puedo bañar en esa agua, no me puedo broncear con ese viento, ¿por qué rayos tengo ganas de usar suéter por encima de mi traje de baño? Además, yo soy morena naturalmente, eso de broncearse no tiene atractivo para mí, luego quedo con esas partes oscuras y otras menos oscuras que tardan meses en reconciliarse. Me siento como el Grinch del mar, pero juro que es una condición de latitudes superiores a los 15 grados norte.
Sopelana empezó a parecerme peculiar desde que vi dos banderas ancladas en la arena frente al mar. No tenía idea qué representaban y no había ningún letrero que explicara su significado. Las alertas sonoras eran aún peores que las de estaciones de tren o de aeropuertos en la escala de ininteligibilidad. Y aquí no sólo las señoras andaban topless, las jóvenes también. Al rato divisé a lo lejos un señor desnudo. Qué curioso, tal vez a él tampoco le gustan las líneas del traje de baño luego de tomar el sol. Pero poco a poco los señores sin ropa empezaron a proliferar: caminaban de un lado a otro, tal vez eran los mismos que recorrían la playa pero yo no quería verlos por mucho tiempo así que no sabría decir. Era un espectáculo desagradable y yo me decía que si por lo menos fueran jóvenes y guapos dejaría de ser chocante a la vista. Me tragué mis palabras cuando encontré jóvenes guapos desnudos también. De hecho había unos que caminaban pelados junto con señores mayores, en lo que era de seguro un extraño paseo padre-hijo. Lo peor fue cuando uno deseaba que siguieran caminando porque la alternativa, verlos dormir sin ninguna censura, estaba lejos de ser mejor. No sabía adónde mirar, de hecho, no sabía si era siquiera permitido tomar fotos porque nadie más lo hacía y no tengo idea si es de mala educación fotografiar cuando se corre el riesgo de tener en la imagen a personas desnudas, aunque estas se exhiban voluntariamente.
Lo mejor de todo es que ni se me cruzó por la mente que esta podía ser una playa nudista, hasta que regresé a Bordeaux y le conté a una amiga originaria de Guernica lo que habíamos presenciado. Nos contó que hay otras partes en Sopelana donde no es permitido andar sin traje de baño, por lo que seguramente habíamos ido a una playa de nudismo mixto, donde la ropa es opcional. Lo único que yo conocía de las playas nudistas lo había aprendido de “Condorito”, pero yo me imaginaba que todos tenían que andar desnudos y que por lo menos tendrían la cortesía de colgar un rótulo advirtiendo que se entra a territorio controversial. Al final, Europa tiene mucho que ofrecer pero sus playas dejan mucho qué desear, especialmente si uno ya ha conocido Ceiba, Tela o el paraíso en la Tierra, las Islas de la Bahía.
El chucho!! El chucho fue genial!! A mí me encantó Sopelana... pero no habían palmeras :(
ReplyDeletesi, que buen chucho!
ReplyDeleteHahaha, te juro que me sacaste una lagrimita de la risa con este post. Mas divertido aun porque con tanta ropa que se ve en Egipto, la imagen de una playa nudista en mi cabeza no me vino nada mal :P
ReplyDelete:D Bueno, yo con gusto te llevo a una playa nudista para desintoxicarte del exceso de ropa, pero tengo que meterme al gimnasio antes!
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