Mi madre es doctora, específicamente una pediatra, pero desde hace muchos años se dedica también a todo eso que popularmente se denomina “medicina alternativa”, y dentro de ese campo ha estudiado con mayor detenimiento la homeopatía, cosa que he mencionado en numerosas entregas pasadas. La lección primordial que he aprendido al sumergirme de manera amateur en algunas cosas que ella ha investigado es que el cuerpo, en su estado natural, es saludable y capaz de enfrentar cualquier amenaza externa. Sin embargo, nuestras crisis emocionales o patrones dañinos de pensar y actuar son los que provocan las enfermedades, no como un castigo –esto es muy importante- sino como un reflejo. Todo aquello que no queremos enfrentar conscientemente saldrá a la luz en forma física, porque el cuerpo no puede mentir. De allí el simbolismo que cobra cada órgano o miembro. Por eso me encanta el libro de Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke, “La enfermedad como camino”, que es una introducción a ese simbolismo. Sin embargo, hasta ahora me he dedicado únicamente a hablar de las tendencias negativas en que puede incurrir el cuerpo, olvidando que tiene una base intrínseca de sabiduría que hasta ahora no había discutido, pero que mi amigo Deepak Chopra me recordó. Su objetivo es mostrar cómo nosotros nos comportamos muchas veces en oposición a la naturaleza de nuestro cuerpo, que funciona con un propósito superior al de la satisfacción de cada ente individual, cada célula, en aras del bienestar común. Las células se comunican unas con las otras, sin poder aislarse o retraerse; saben que provienen del mismo origen y aunque se dividan miles de veces permanecen vinculadas. Se adaptan a nuevas situaciones, son flexibles, creativas. Aunque realicen funciones específicas, las combinaciones entre ellas pueden ser diferentes. Se respetan entre ellas porque todas son igualmente importantes, y se cuidan a sí mismas cuando exigen descanso y silencio de forma regular para continuar funcionando de manera óptima. Son eficientes al trabajar con la menor cantidad posible de energía, y esa eficiencia se ancla en la confianza de que lo que necesiten vendrá de alguna forma; no es lo normal para ellas guardar, esconder o atesorar. Su máximo acto de generosidad es reproducirse y transmitir su conocimiento a otros que han de venir a tomar su lugar.
Las enfermedades físicas son alteraciones de ese orden natural, pero son alteraciones que nosotros hemos permitido en nuestras dimensiones emocionales y/o mentales. Lo importante es saber que nuestra esencia es la salud, para que cuando algo aparezca estemos conscientes y busquemos qué es lo que anda mal en nuestras vidas en lugar de delegar responsabilidades y culpar a factores externos. Ahora llegamos al segundo punto: si nuestro estado físico natural es saludable, nuestro estado psíquico original es la armonía. ¿Por qué estamos entonces tan acostumbrados al caos, a la depresión o al enojo? Vivir en situaciones familiares de permanente hostilidad encubierta, de aislamiento ante la sociedad, de sentirse inadecuado para una vida satisfactoria es igual que andar todos los días con dolor de muela, con la vista borrosa o con dificultad para respirar. Y una vez que nos habituamos a la infelicidad y nuestro umbral para el dolor sube de nivel, al cuerpo no le queda otro recurso que manifestarse de nuevas maneras: las físicas, a veces en magnitudes espeluznantes. Dicen que el deseo de cambiar es el primer impedimento para lograrlo, que este se alcanza de manera gradual e inconsciente, sin intención (todavía no entiendo cómo) así que no voy a promover el cambio. Voy a recomendar el cuestionamiento y la observación, ahora que nadie puede alegar ignorancia.
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