Si en WoW se están celebrando los Juegos Olímpicos premiando a los ganadores de Battlegrounds con Tabards y dragoncitos chinos como mascotas, voy a festejar en el blog con el relato de mi trayectoria deportiva. (De las numerosas crónicas que siguen a continuación lo único que tienen en común es que las dejé en cuanto me aburrí, así que verán que no es un hábito recién adquirido.)
Las primeras clases a las que fui llevada en mi niñez fueron de natación, en una piscina en la Isla, que actualmente es algún pedazo de la calle que lleva al mercado del mismo nombre. Me gustaban mucho las lecciones, sobretodo porque pensaba que me iban a ser muy útiles si algún día quedaba extraviada en pleno océano (que era la razón por la que creía que mis papás me habían matriculado en primer lugar), me caía bien el instructor gordito que tenía y por supuesto, me encantaban los trajes de baño que podía usar.
Dejé la Isla después del fin de semana en que me pusieron a competir. Era un sábado por la mañana y estuve los días anteriores carcomiéndome de la ansiedad. Nadé como si de eso dependiera mi vida y me estresé tanto que salí llorado de la piscina, sin importar en qué lugar había quedado. (Ahora que lo pienso, alguien debería habérmelo dicho, tal vez si hubiera quedado en primer lugar y lo hubiera sabido la historia sería diferente.)
Me mudé a la piscina Olímpica, donde me inscribí en el equipo Delfines Mayas. ¿Fue una decisión arbitraria o inspirada por el rechazo al equipo de Tiburones, más numerosos y más competitivos, simbólica y literalmente? No tengo idea, pero ellos eran nuestros eternos rivales y de hecho nuestra única competencia, porque otros clubs más pequeños como las Estrellas Marinas eran unos pobres ilusos que jamás podrían alcanzarnos. También llegué a tenerle mucho cariño a mi entrenador, pero mi devoción por la natación venía por temporadas, como verdaderos arranques de inspiración artística, y a veces los honraba con mi presencia en algunas temporadas, para después dedicarme a mis otros intereses por varios meses, hasta años.
Uno de ellos fue la gimnasia olímpica. En primer grado implementaron el taller de gimnasia después de clases, con una entrenadora legendaria, la profesora Edna. Yo entré, más que nada para acompañar a mis amigas, y la inercia de la presión de grupo hizo el resto. Cuando el Liceo se volvió insuficiente fuimos al gimnasio 1 de la Villa Olímpica, que sí tenía las instalaciones profesionales completas. En esto sí llegué a competir varias veces, y gané algunas medallas, pero nunca logré hacer un Split correctamente, ni siquiera con mis huesos todavía no soldados de niña de 7 años. La profesora Edna nos enseñaba rutinas de piso absolutamente geniales, y por muchos años no me caían bien las niñas del María Auxiliadora porque eran de las mejores competidoras, entrenadas por la misma maestra en horas distintas. Di algunos pininos en barras paralelas, podía hacer algunos saltos decentes en el potro, pero la viga permaneció como mi temor nunca conquistado. Sin embargo, siento particular orgullo por decir que yo solita aprendí a dar un salto mortal, saltando en la cama elástica. En realidad no es tan difícil, pero hasta la maestra se sintió orgullosa de mí ese día. Mi vida empezó entonces a oscilar entre natación y gimnasia, hasta que ya un poco mayor intenté volver con la profesora aunque no hubiera nadie de mi colegio para acompañarme, pero en ese tiempo estaba dándole clases a un montón de gringas de la Pinares que creían que yo no hablaba inglés porque no era rubia como ellas y tenían el descaro de criticarme estando frente a mí. Bertha y Silvia eran las únicas talentosas de todas formas. En una competencia Bertha se tropezó en un salto y cayó en un brazo, y no recuerdo si continuó a pesar del golpe o si regresó después a intentar de nuevo la rutina, pero su perseverancia la hizo ganar medalla de bronce y a mí medalla de plata, que difícilmente hubiera conseguido en otras circunstancias.
En quinto grado invitaron a un maestro de karate-do a que diera él también un taller. Mi parte favorita era la meditación del final de la clase, en que él te hacía visualizar que eras un objeto muy, muy pesado, que perforaba el piso, y después una pluma ligera que podía levantarse con un suspiro. Mis ensoñaciones se sentían bastante reales. De allí, tenía conflictos con tener que gritar en algunos movimientos y tener que pelear contra un oponente; las rutinas eran pan comido. Un día nos colocaron en 2 filas, una de ellas permanecía en su sitio y la otra iba avanzando para que cada quien peleara con alguien distinto por un minuto. Sobreviví hasta que llegué donde Jean Albert, un tipo un poco mayor que yo que sí era atlético, además de ser el típico macho alfa. No sé cómo lo logré ni que excusa di, pero me provoqué el llanto y me absolvieron de continuar. Llegué a cinta anaranjada y allí murió ese asunto.
La siguiente etapa fueron los deportes de grupo. Contrataron a una maestra de educación física que había estudiado arbitraje de fútbol o algo así, en Alemania. En las clases yo era de las menos activas porque ya estaba en las etapas de la pereza adolescente, y por lo general la maestra me tenía como un caso perdido. Pero algunos días me daba por participar y prestar atención, y terminé siendo defensa del recién creado equipo de basket de las niñas de mi colegio. Se organizó un torneo entre varios colegios y jugamos en varios lugares; hasta nos dieron un diploma en la Elvel. Pero después de ese reconocimiento sentí que era mejor abandonar esa carrera en su cúspide que verla decaer lentamente. Mi único esfuerzo físico se convirtió en los ocasionales partidos de fútbol en las clases, en los que yo me ofrecía, sorpresa, como portera, para estar en un solo lugar la mayor parte del tiempo, gritarle a todo mundo qué debería de hacer y amenazar con que me iba a ir si las contrincantes se acercaban mucho a mi zona. Y así era.
Recordé esos días el año pasado, cuando una chava de la facu a la que nunca le había hablado y no le sabía el nombre se me acercó muy amablemente y me preguntó: “Marcela, ¿te gustaría estar en nuestro equipo de fútbol?”. Alguien a mi lado emitió una carcajada involuntaria, pero la chava fue tan dulce que no me pude negar. Entrenamos unas cuantas veces en el San Miguel, hasta que las vacaciones de la navidad desmotivaron a todo mundo y el siguiente semestre yo llevaba taller III y no quería saber nada de nadie.
Pero no todo está perdido para mí. Descubrí mi vocación un año de secundaria en que abrieron una academia de baile tropical que manejaban una hondureña casada con un cubano, una argentina y una experta en punta. Yo no soy fan de esa música, pero después de mi graduación de sexto grado que catalogo como “El peor día que he vivido”, juré que iba a aprender a bailar para no volver a sentirme tan ridícula en un lugar que tuviera disco móvil. Y me encantó: resulta que tenía facilidad, me encantaban todos los tipos de bailes y no tenía que pelear competir contra nadie. Más adelante entré a clases de danza árabe en un lugar cerca de mi casa, pero me tuve que salir por las clases y actualmente la academia va a estar cerrada hasta en diciembre, cuando pienso retomar mis lecciones. Tal vez lo mío sea la expresión y no la carnicería feroz; tal vez bailar es el deporte de los perezosos; al final sólo puedo agradecer por el estado de mi cuerpo a la lotería genética.
Hay que ver que me ha hecho pagar de otras formas.
Woow, esa foto es realmente un tesoro, salen totalmente adorables las dos, con el uniforme de gimnasia del liceo y todo...realmente eran lindas de pequeñas Bertha y vos, y todavia lo siguen siendo y mas!!! y todas unas medalleras eran, jue!!!
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