Por supuesto, después de Semana Santa, empezó la maratón rumbo a los exámenes. Eso significa que tenía dos semanas de no salir de casa excepto para ir de compras al supermercado, lavar ropa o sacar la basura. Los días que tenía que devolver libros en la biblioteca hasta me alegraba que iba a ver el sol directamente y no a través la ventana. Creo que lo único que me mantuvo cuerda esos días fue la visita de Adriana y el hecho que ella durmiera hasta las 10 de la mañana sin cargo de conciencia. No había mejor inspiración para seguir su ejemplo. Se fue y empezó la fase de rumiación, en el sentido medieval de la palabra si acaso se puede traducir de esa forma en español: la masticación obsesiva y repetitiva de textos hasta que de unas frases sencillas aparezcan significados descabellados.
A mis clases de imágenes medievales y castellología se les agregó la exposición que tenía que preparar para mi segundo examen oral. La clase, como aparecía en la “Guía para el estudiante” era sobre arquitectura contemporánea de Bordeaux, por lo que yo esperaba lecciones del tipo qué barbaridad que Richard Rogers construyera el Palacio de Justicia incrustándolo entre las torres restantes del Fuerte de Ha y en pleno círculo de protección del casco histórico establecido por la Catedral. Pero en lugar de eso fueron 22 horas de arquitectura regionalista de pequeñas ciudades aledañas a Bordeaux, que claro, estaban coquetas y pintorescas, pero no entraban necesariamente en mi rango de interés. Nuestro examen iba a consistir en una presentación individual, frente a toda la clase, de un tema de nuestra elección. En una digresión accidental, nuestro profesor habló de los barrios hechos por Le Corbusier en una ciudad cerca de la playa de Arcachon y en Pessac, la ciudad aledaña a la que vivo. Así que me aferré a esos cinco minutos para tratar en profundidad esos barrios, conocidos por el nombre del que los mandó a construir, el industrial Frugès.
Así que abandoné mi monografía por una semana para dedicarme a memorizar como loro y a investigar sobre el barrio en Pessac. Para lo último, programé una visita al barrio en sí, que cuenta con una casa modelo abierta al público. Increíble sincronicidad: la muchacha que daba la visita guiada a la casa no sólo había sido alumna de mi maestro, pero también había hecho su práctica y trabajado en el centro de arquitectura sobre el cual hago mi monografía. Me prestó un libro sobre el proyecto de Pessac y me hizo una copia de su informe de práctica.
El lunes tenía el primero de los dos exámenes orales, que iba a ser sobre imágenes o sobre castillos de la Edad Media, al azar. Estadísticamente todo apuntaba a que iba a ser de imágenes ya que el profesor de castillos nos había dados sus fechas, pero no quería arriesgarme a algún cambio de planes o alguna mala racha y mejor estudié los dos temas. Llegué a las 10 de la mañana, la profesora pasó lista y calculó nuestro horario de examen tomando como punto de partida 20 minutos por alumno. La lista era alfabética, de los alumnos con apellidos entre A y J, y sorpresa, yo era una de las últimas. Retorcida de la angustia, regresé a la casa a ver series hasta que llegaran las 2 y 40 de la tarde. El examen era así: mientras un alumno hacía el examen con la profesora, en la misma aula uno tenía que preparar la respuesta de una pregunta escogida al azar, en un papelito. Otra vez las estadísticas: 60% de la clase era sobre las biblias moralizadas, 30% sobre pinturas murales en iglesias románicas y 10% sobre las dos imágenes de cierto emperador carolingio. Me hubieran podido preguntar cualquier cosa, lo único sobre lo que dudaba un poco era una de las iglesias que mi maestra había estudiado para su tesis de doctorado (con la que ganó un premio y fue publicada). Su libro tiene dimensiones que rivalizan con un bloque de concreto y eso es un pequeño reflejo de lo complicada que es. Pero el espíritu de Carlos el Calvo se hizo presente y ese fue mi examen. Como en todos esos momentos de tensión en los que me toca hablar en público, entré en un trance en el que hablé muchísimo sin saber muy bien de dónde salen las palabras, pero de alguna forma salí satisfecha de ese examen.
Dos días después, llegué a la una de la tarde para hacer la exposición que iba a darme la nota del segundo seminario. La primera mala señal la tuve cuando llegué media hora antes y el profesor estaba todavía con los alumnos de la primera sesión matutina (nos habían dividido en dos). Poco a poco fueron llegando mis compañeros y empezaron esas discusiones angustiosas que le gustan tanto a la gente cuando más deberían relajarse. No ayudó mucho el hecho que el profesor se fuera a almorzar diciendo que volvía en una hora y que nuestros compañeros que pasaron en la mañana nos contaran que el maestro estaba de mal humor, interrumpía a todos los que exponían y a una muchacha le dijo que su tema estaba fuera de lugar lo que hizo que la tipa se fuera y no hiciera su examen. Cuando regresó se miraba más calmado y empezaron las exposiciones, que me decepcionaron profundamente. Para empezar, mis compañeros leían sus notas. No las miraban de reojo para recordar y continuar con lo que debería de ser un monólogo interesante; literalmente las leían, y sonaban copiadas de algún libro. Algunas ni se molestaron en buscar en libros, leían exactamente las conferencias que nos habían dado sobre el tema. Además, sus exposiciones estaban muy largas y aburridas, algunas duraban hasta media hora. Ni el profesor tenía cara de interesado y a más de alguno le pidió que redujera su contenido, lo que no parecía que hacían. Digamos que esperaba más de alumnos europeos que estudian maestría. Mi turno llegó finalmente, casi a las seis de la tarde. Quedábamos tres alumnos todavía y creo que todos sentíamos deseos suicidas después de todas esas torturas de charlas. Empecé a hablar y el profesor hasta enviaba mensajitos por el celular, pero a mitad del camino pareció despertarse. Estoy segura que habré hecho miles de faltas gramaticales, pero por lo menos mi interés por el tema tuvo que haberse trasmitido de alguna forma. Eso y que yo sí edité mi exposición, reduciéndola a lo esencial. Me dijo que se notaba que manejaba el tema y que le hubiera gustado que hablase de la técnica de construcción pero que estaba apurado entonces que era mejor que no lo hubiera hecho. Tomé eso como un cumplido un poco particular y regresé a mi casa.
Como la adorable vecina que es, Esther me ofreció un té para escuchar el relato de mi día, pero le dije que las circunstancias ameritaban que nos tomáramos las dos cervezas que tenían como dos meses de estar abandonadas en nuestro refrigerador. Me imagino que se sorprendió cuando las terminamos y le dije que no era suficiente, que fuéramos al happy hour de un “pub” irlandés de la Victoire, a quemar todas las conexiones neuronales que había formado en las últimas semanas. Poco a poco sus amigos empezaron a llegar, y terminé en un apartamento que era el arquetipo de un “bachelor pad” si tan sólo hubiera tenido la alfombra de cebra. Dios sabe que tenía que estar alcoholizada para socializar tan naturalmente con gente que no conocía casi en lo absoluto. Socialización que se repitió anoche, pero con menos alcohol y con más gente, algo que ya se sale de mi capacidad para disfrutar. Así que por eso estoy en casa en un sábado lluvioso, tratando de rehidratarme y de darme ánimos para trabajar en la monografía. Ya quiero estar de vacaciones… pero falta un mes más.
Oh lord... jamás creí que en Francia (o cualquier lugar fuera de Honduras) hubieran expositores tan lacras. Me encanta que le haya ido bien y que haya celebrado debidamente. ;)
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