Considero una gran fortuna el hecho de no haber visto “Into the wild” cuando tenía 17 años. La película, combinada con mi reciente lectura de Walden, de Henry David Thoreau hubiera resultado en mi exilio permanente de la sociedad. Puedo dar fe de semejante afirmación.
En realidad, durante la primera hora de la película, lo único en lo que podía pensar era en dónde podía aislarme durante los meses de vacaciones por venir, así como lo hizo Christopher McCandless. Entendía perfectamente su rabia, su profundo asco y rechazo de la forma en que funciona el mundo, en cómo las personas insisten en permanecer en relaciones enfermizas, en la manera en que uno sólo puede tolerar la vida a base de mentiras, a otros, pero sobretodo a uno mismo.
Pero a medida que se desarrollaba la historia y sobretodo que se explicaba mejor el trasfondo de la vida de McCandless, su infancia traumática y la relación de sus padres, su osadía de rechazar la vida moderna en búsqueda de la aventura de vagabundear y luego la soledad absoluta en Alaska, empezó a perder su heroísmo para parecer más bien un acto de una rebeldía y crueldad desmesuradas. Además de una fijación casi patológica.
Cuando Thoreau decidió irse al bosque a vivir en conexión con la naturaleza construyó con sus propias manos la cabaña en la que habría de vivir por más de dos años. Pero en un accidente extremadamente simbólico, Christopher se instaló en un bus que encontró en medio de la nada, como toda nuestra generación que de una u otra forma quiere todo ya construido, ya masticado, únicamente para ser consumido. Aunque tampoco hubiera sido más loable si hubiera construido una casa de dos pisos de puras ramas de pinos: el propósito del exilio auto impuesto de Thoreau era reducir la vida a lo esencial para cuestionar su valor, algo que hubiera podido reproducir Christopher si no hubiera dejado a su familia en el más profundo abandono y desesperación por no haberles avisado de sus planes.
A pesar de todo, mucho de lo que dijo me impactó, sobre todo la parte en que explica que la dicha de la vida no debe de basarse o reducirse a las relaciones interpersonales. Paso tanto tiempo tratando de encajar con las personas, tratando de conectarme con otros que mis recurrentes intentos fallidos más de alguna vez me han hecho preguntarme si yo no tendré problemas psicológicos, si acaso seré mentalmente incapaz de lograrlo. Me atormenta tanto esa frase que dice que la relación que tienes con los demás es la relación que tienes contigo mismo. Me da la impresión que he de odiarme o temerme a un grado que tal vez no soy capaz de comprender. Pero, ¿y si realmente los demás no fueran tan importantes? Si sólo son versiones distorsionadas de lo que veo en mí misma: si dejara de verlos en lo absoluto, ¿qué pasaría?
También, todo lo que decía sobre su rechazo a las cosas materiales, a la trayectoria académica y a la carrera profesional como “invenciones del siglo XX”: no podía dejar de pensar en mi época de 17 años, cuando estaba por terminar el colegio, cuando no sabía qué quería estudiar, mucho menos pensaba en trabajar, sólo sabía lo que no quería de la vida. No dejo de preguntarme qué diría de mí la Marcela de hace 9 años, si estaría orgullosa de lo que hago o si pensaría que me he vendido, que he sucumbido a la ilusión de sentirse importante por los títulos, el trabajo o el dinero. No me he casado, ni he tenido hijos, pero ¿eso quiere decir que cuando esas cosas pasen, si es que decido hacerlas, me voy a sentir como la burguesa deplorable que nunca quise ser? ¿Acaso en realidad sólo eso me falta para serlo? ¿En qué me he convertido?
Hubo varios momentos de mis 17 años en los que me preguntaba si acaso iba a vivir para tener más de 25. Siempre hacía bromas sobre cómo cualquier cosa más allá de los 30 no me interesaba lo suficiente, así que esa sería la edad perfecta para terminar con todo. Creo que por eso me sorprendo tanto con cada año que pasa, como si estuviera viviendo alguna especie de tiempo adicional que no estaba presupuestado en el inicio. Pero muy en el fondo sigo teniendo momentos en los que me siento exactamente como en el 2002: no logro deshacerme de la incertidumbre con respecto a mi futuro, de mis dudas sobre si estoy haciendo las cosas bien, sobre mis cuestionamientos sobre mi lugar en el mundo y mis interacciones con los demás. Todavía me pregunto si llegará el día en el que sentaré cabeza o si esa es sólo una ilusión impulsada por los deseos de seguridad, conformismo y en el fondo, por el miedo de la mayoría. Siempre me dije que tendría que volver a leer Walden 10 años después de la primera vez, para evaluar cómo se habían dado las cosas. Probablemente esa lectura se anticipe.
Post a Comment