Me quiero ir a casa de mi abuela, la próxima semana, técnicamente la última de vacaciones, antes del período corto. Estoy tan harta de este lugar que, por no tener mejores opciones, tengo que irme a uno potencialmente peor, para ver si así esto recobra nueva vida.
Ayer fui a mi primera noche de miércoles en Bamboo, donde los tragos cuestan sólo un peso, y estaba repleto de gente. Una vez saciada mi hambre de baile, volteé a ver a la multitud de gente: los que estaban en pareja andaban felices ignorando a todo mundo, y los que andaban solos lucían desesperados por estar en pareja o trataban de lanzarle un lempira al bartender para que los atendiera. No había tomado tanto como para escapar del dilema de la colectividad en las ciudades.
Aparte de eso mis días “libres” se han esfumado en el vacío, en trabajar en un mural para unos compañeros de mi hermano, y en esa deplorable película de moda que a nadie le gustó. Morirme del calor, tener menos canales de cable, ser devorada por mosquitos y poder leer por horas y horas en silencio, me parece el paraíso.
Mi escape es contrastante hasta en las relaciones involucradas. Aclaro algo para empezar: adoro a mi abuela. Es un ser tierno, amable, etéreo, una típica abuela angelical. Mis conflictos con ella son una clara indicación de los monzones que existen en mi cabeza únicamente. Desde pequeña creí que la clave de mi situación, la explicación de por qué mis papás son como son, y por ende, por que yo soy como soy, estaba en mis abuelos. Y me dediqué por muchos años a investigarlos, a cuestionarlos, a indagar en sus oscuros pasados, para ver adónde se había ido todo al carajo. Hubo incluso un tiempo en el que ese pueblo a dos horas y media de aquí, me parecía tan increíble que me daba mucho pesar regresar cuando empezaban las clases. Tenía vecinas con quien jugar (yo conocí, por primera vez, a un vecino de mi colonia a los catorce años. Vivo aquí desde los tres.), miraba televisión que no era nacional (eso es para otra historia), iba a misa los domingos a las 6 de la mañana y leía “Selecciones” de los años 70, coleccionadas minuciosamente por mi abuelo. Pero cuando él se murió todo se vino abajo. Mi abuela se negó a dejar su casa, y vive sola, debatiéndose entre ser dueña y señora de su reino, y entre no tener a nadie con quien compartirlo. Todos sus hijos viven en la ciudad, y ahora que sus nietos están alienados con la universidad, es muy difícil visitarla. En mi caso, dejé de encontrarle gusto cuando mi investigación me reveló datos que me hicieron culpar a mis abuelos por los errores de mis papás. Nunca se lo he dicho a mi abuela, nunca nos hemos peleado siquiera, pero cuando la veía me preguntaba qué tipo de madre habrá sido para tener hijos así. Hoy le asigno a cada uno la responsabilidad por su comportamiento, y me voy con ella para cambiar las hostilidades expuestas a la luz, por unas más discretas y educadas, con el fin de tratar de enmendarlas. Además extraño tener perro, y allá está la hermana de Laika, que no he dejado de extrañar ni por un segundo, desde hace más de un año que se murió.
Espero estar allá y describir los desérticos paisajes de la ciudad natal de nuestro atroz presidente. ¿Cuándo vamos a hacer esas camisetas de “yo no voté por Mel, esto es tu culpa? Hubieran sido el perfecto atuendo para mi estadía. (Claro, al día siguiente habrían visto mi cadáver, “misteriosamente” achicharrado por alguna vaca que se le cayó de un cerro a un campesino liberal. Qué coincidencia.)
Ayer fui a mi primera noche de miércoles en Bamboo, donde los tragos cuestan sólo un peso, y estaba repleto de gente. Una vez saciada mi hambre de baile, volteé a ver a la multitud de gente: los que estaban en pareja andaban felices ignorando a todo mundo, y los que andaban solos lucían desesperados por estar en pareja o trataban de lanzarle un lempira al bartender para que los atendiera. No había tomado tanto como para escapar del dilema de la colectividad en las ciudades.
Aparte de eso mis días “libres” se han esfumado en el vacío, en trabajar en un mural para unos compañeros de mi hermano, y en esa deplorable película de moda que a nadie le gustó. Morirme del calor, tener menos canales de cable, ser devorada por mosquitos y poder leer por horas y horas en silencio, me parece el paraíso.
Mi escape es contrastante hasta en las relaciones involucradas. Aclaro algo para empezar: adoro a mi abuela. Es un ser tierno, amable, etéreo, una típica abuela angelical. Mis conflictos con ella son una clara indicación de los monzones que existen en mi cabeza únicamente. Desde pequeña creí que la clave de mi situación, la explicación de por qué mis papás son como son, y por ende, por que yo soy como soy, estaba en mis abuelos. Y me dediqué por muchos años a investigarlos, a cuestionarlos, a indagar en sus oscuros pasados, para ver adónde se había ido todo al carajo. Hubo incluso un tiempo en el que ese pueblo a dos horas y media de aquí, me parecía tan increíble que me daba mucho pesar regresar cuando empezaban las clases. Tenía vecinas con quien jugar (yo conocí, por primera vez, a un vecino de mi colonia a los catorce años. Vivo aquí desde los tres.), miraba televisión que no era nacional (eso es para otra historia), iba a misa los domingos a las 6 de la mañana y leía “Selecciones” de los años 70, coleccionadas minuciosamente por mi abuelo. Pero cuando él se murió todo se vino abajo. Mi abuela se negó a dejar su casa, y vive sola, debatiéndose entre ser dueña y señora de su reino, y entre no tener a nadie con quien compartirlo. Todos sus hijos viven en la ciudad, y ahora que sus nietos están alienados con la universidad, es muy difícil visitarla. En mi caso, dejé de encontrarle gusto cuando mi investigación me reveló datos que me hicieron culpar a mis abuelos por los errores de mis papás. Nunca se lo he dicho a mi abuela, nunca nos hemos peleado siquiera, pero cuando la veía me preguntaba qué tipo de madre habrá sido para tener hijos así. Hoy le asigno a cada uno la responsabilidad por su comportamiento, y me voy con ella para cambiar las hostilidades expuestas a la luz, por unas más discretas y educadas, con el fin de tratar de enmendarlas. Además extraño tener perro, y allá está la hermana de Laika, que no he dejado de extrañar ni por un segundo, desde hace más de un año que se murió.
Espero estar allá y describir los desérticos paisajes de la ciudad natal de nuestro atroz presidente. ¿Cuándo vamos a hacer esas camisetas de “yo no voté por Mel, esto es tu culpa? Hubieran sido el perfecto atuendo para mi estadía. (Claro, al día siguiente habrían visto mi cadáver, “misteriosamente” achicharrado por alguna vaca que se le cayó de un cerro a un campesino liberal. Qué coincidencia.)
¡Muy divertido!
ReplyDeleteBueno... no vas a esta allá por mucho tiempo, sólo trata ver de sin juzgar.
En la de menos y conocés a un apuesto y encantador olanchano que te enseñe a montar burro y pelar manzanas a balazos.
Sabes q aveces prefiero no saber muchas cosas...así soy una ignorante pero feliz... pues es ley de la vida que los hijos son los peores jueces de sus padres.
ReplyDeleteSalu2 y buen fin de semana
Hola, muy interesante la historia y el tema de la relación con los abuelos y como en la historia de ellos uno descubre a veces claves para entenderse a si mismo... felicitacione spor escribir tan bien y entretenido además, siempre es un agrado darse una vuelta por aquí.
ReplyDeleteGracias por tu link a mi blog, pondré uno del mío al tuyo también.
Un abrazo, pablo.