21 February 2009

maybe one day she'll be own

Mi primera etapa de transición fue a los 17 años cuando tuve que decidir una carrera, un lugar donde vivir y una persona con quien estar por primera vez. Pero esas decisiones se fueron gestando muchos años atrás, debido a cosas que me habían sucedido y cosas que había aprendido y a veces parece que sólo se puede ver lo que pasó después de esas decisiones, que ahora entiendo estaba muy joven para tomar y que no tuve las personas adecuadas para guiarme o hacerme entender su importancia.

Tenía 13 años cuando me metí al infame y popular curso que imparten en el Hotel Honduras Maya que convierte a las personas en pseudo entusiastas y robots de la iniciativa, pero yo entré en él porque era mi primer año de secundaria y sentía que me perdía de muchas cosas por ser demasiado retraída –al punto de no socializar con casi nadie en el colegio aparte de Bertha y otras 3 personas- . Todavía tenía presentes en la cabeza las imágenes de mi graduación de 6to grado en la que me había sentido tan miserable, entre otras cosas porque mi mamá me había escogido y obligado a usar una chaqueta azul atroz estilo militar, con todo y hombreras ochenteras; una falda blanca de señora de 40 años y unos zapatos bajos color blanco. Me sentía la niña más horrible del mundo. Mi papá no había ido a la ceremonia de la mañana y lo percibí como la peor traición a un ser querido. Realmente no había nada porqué ir a celebrar, pero cuando te obligaban a algo no había forma de escapar (no es muy diferente 10 años después). Fui a la estúpida reunión, en la que pasé con mis dos amigas de aquel tiempo huyendo de la pista de baile porque no quería que nadie me viera y de por sí no sabía bailar. No quería estar con mi familia, no quería comer, quería que me tragara la tierra y nunca me dejara volver a salir. Hasta que mi maestro llegó a saludarnos cuando velábamos de lejos a la gente bailando y divirtiéndose. Nos preguntó qué pasaba, porque no estábamos allí y respondimos que no sabíamos bailar. “Mírenlos a ellos!”, nos respondió, “Nadie en esa sala sabe lo que hace”. Y los volteamos a ver, no desde la perspectiva de las niñas que idealizan a los demás sino que los ven por lo que realmente son y eso nos dio el coraje de ir a menearnos sin sentido también. Pero por esa noche fue que me metí a clases de baile años después. Y por la que aprecio tanto a la gente que es muy inteligente, exigente con la vida y aún así puede darse permiso de hacer el ridículo rodeado de gente que prefiere quedarse parado viendo desde afuera.

Encontré hace poco los apuntes del curso de Dale Carnegie sobre las metas que me había puesto para mi vida y cómo pensaba lograrlas. No recuerdo a esa persona que escribió “Yo Marcela, dentro de 13 años estaré graduada de Administración de Empresas o Leyes”. Sobre todo por lo que pasó después. Al año entré al curso de caricatura con un joven muy famoso en ese medio. Fue como que algo se hubiera despertado en mí: pasaba todo el día buscando ideas para hacer dibujos, que bajo su tutela se orientaban mucho a la protesta social, pero que eran válidos a pesar de mi técnica infantil y amateur. Con el tiempo fui mejorando, y me emocioné tanto con las posibilidades de la ilustración que amplié mis horizontes matriculándome en clases de Dibujo de Figura Humana, con un arquitecto absolutamente brillante, amante de los libros y de la música también, que me dijo que se imaginaba que yo iba a estudiar algo de Diseño Publicitario. El dibujo progresó naturalmente hacia la pintura y comencé a recibir lecciones con una maestra que a pesar de sus buenas intenciones no lograba entender mis ideas sobre lo que quería pintar. Me ponía enfrente floreros y verduras y yo me sentía desesperada por empezar a retratar todas aquellas cosas que sentía que tenía que decir. Cuando al fin me dio libertad de hacer un cuadro de lo que yo quisiera hasta se asustó porque nunca se imaginó algo así que viniera de mí, no porque tuviera una técnica impecable ni mucho menos, pero creo que ella esperaba un atardecer con montañas y animalitos y yo hice un torbellino del que salían ramificaciones que eran distintas mujeres con diferentes significados. De eso quería hablar, de los trastornos de la personalidad que acompañan a la condición de ser una fémina en el mundo, y cómo uno tiene que reprimirlos para funcionar, para aparentar ser normal ante los demás, no muy distinto de lo que hago 8 años después. Mi vida era sólo ir a la escuela en la mañana, pintar en la tarde y leer en la noche, y de repente tenía 17 años y tenía que decidir algo que estudiar que me permitiera continuar con ese modus vivendi porque yo sabía que no quería nada más en el mundo. Quería crear, expresarme, empaparme de las ideas de otros para que las mías tuvieran sustento, vivir eternamente a la caza de algo nuevo y no terminar como una mujer frustrada que no tiene nada más que justifique su presencia que la familia que mantiene pero que a la larga ni se lo agradece, como todas esas mujeres que no dejan nada tras de sí, que no saben qué hacer en un día libre y que no piensan ni sienten nada. Tenía que decidir pronto algo en lo que me gustaría trabajar en una época de mi vida que no comprendía en lo absoluto ese concepto, y todo mundo me decía lo que no podía o no me era permitido hacer, en lugar de ayudarme a buscar opciones y darme confianza en que la vocación es lo más sagrado que cada persona posee, y es tan valiosa que a la larga resulta rentable si uno le da la importancia y el ambiente adecuado para hacerla crecer. Ese año fue difícil, fue terrible: tenía tantas expectativas, tantas esperanzas en lo que habría de venir. Recuerdo un atardecer en la playa de Roatán durante nuestro viaje de último año en el que le daba una charla a una compañera sobre el significado de la vida que según yo había encontrado en “Los hermanos Karamazov”, que la vida hay que amarla antes que entenderla y me creía tan poderosa, tan especial como que si el mundo fuera a protegerme de la mediocridad. Sentía que el destino era aquel camino maravilloso que se desplegaba ante mis pies, y en el momento menos pensado estaba en un aula atestada de gente esperando al maestro de 110, sentada en el piso porque ya no habían más sillas. Yo creía que ese tiempo era de transición y que necesariamente algo mejor tendría que aparecer. Tenía que decidir mi vida, quién quería ser y qué quería lograr. Escuchaba a Tori y leía a Simone, buscando en ellas señales de que mi vida también tenía un propósito.

Y ahora terminé la universidad y sigo escuchando a Tori y leyendo su autobiografía, y después de leer sobre otras increíbles mujeres volveré a leer a Simone, porque esta es otra etapa de transición, con la diferencia que ahora sí sé adónde quiero ir y está otra vez esa ansiedad por el futuro, pero hay algo de paz en saber que aunque las cosas no salgan exactamente como yo espero voy a estar bien porque no voy a volver a permitir que sean otros los que decidan mis capacidades y trunquen mis ambiciones porque son muy grandes para las vidas cómodas que ellos decidieron para sí mismos. Es la misma etapa con un poco más de conciencia.

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