(Siguiendo el dicho de que un fanático es aquel que no cambia de opinión y no cambia de tema, cambio de tema)
Cuando yo estaba más joven, estaba convencida que la cualidad indispensable y no negociable en un muchacho para que este me gustara era que fuera inteligente, enormemente, absurdamente, ridículamente inteligente. Podía prescindir de todo lo demás, como lo comprobé cuando llegó a atraerme un compañero con quien nuestra pregunta oficial para entablar una conversación era “¿qué libro estás leyendo ahora?”, pero digamos que nuestra combinación no hubiera mejorado la especie, estéticamente hablando. En otra época tuve de esos enamoramientos platónicos estilo Simone de Beauvoir y su primo Jacques, aunque por lo menos ella recibía algunos atisbos de interés a diferencia de mi caso. El tipo era agradable a la vista y era un conversador formidable, pero era tan radical a la hora de catalogar y etiquetar a las personas. Ese fue el pequeño agujero que fue dejando al descubierto muchos otros defectos, muchos más. Y después vino el primer susodicho que una vez me confesó que yo le empecé a gustar porque siempre me miraba leyendo en la biblioteca del colegio (lo que él no sabía es que era en la sección de cómics). Era inteligente, sí, pero lo más valioso que tenía era su savoir-faire en la vida, lo que después supe que le llamaban inteligencia emocional. Tuvo la mala (¿?) suerte de conocerme en un periodo tormentoso, lleno de cambios. Estaba entrando a la universidad, debatiéndome sobre la carrera, peleando con mis papás, abandonando vocaciones que hubiera querido conservar y el pobre tuvo que pasar muchas madrugadas tratando de hacerme entrar en razón. Muchas veces lo logró y le doy mucho crédito; eso no es fácil.
Después de eso tuve mi temporada de desintoxicación; estaba tan decepcionada: los hombres resultaban ser de excelente coeficiente pero llenos de ataduras o brillantes y unos patanes. Me sumergí en una decadencia nunca antes experimentada (y no muy decadente para estándares objetivos), saliendo todos los fines de semana, tratando de aplacar las neurosis con sustancias (que de cerveza no pasan), y viviendo para el momento presente sin perspectivas reales de encontrar a alguien. Por ese tiempo empezaba a llevarme con un compañero de clases que vivía unas cuantas casas debajo de la mía pero a quien nunca conocí hasta en el segundo semestre de la universidad. A primera vista se miraba inofensivo, aunque uno podía intuir su rareza. Sin embargo tenía unos amigos que eran unos payasos completos, así que no podía ser tan extraño ni solitario como él a veces quería hacer creer. Pasamos mucho tiempo platicando; no era muy difícil porque tenía muchas cosas que contar que yo ni tenía idea que podían interesar a alguien, como aprender enoquiano o escuchar heavy metal con referencias a diferentes mitologías y dedicar fines de semana enteros a buscarlas. Tiene suerte que yo nunca hubiera escuchado hablar de Dungeons and Dragons porque probablemente eso hubiera creado algunos prejuicios por todos los clichés que se manejan con respecto a ese juego. Decir que es excepcional es un eufemismo. Pero un día decidí ponerlo a prueba. Quería saber si podía disfrutar de los placeres superficiales e inútiles como cualquier mortal común y corriente. Un viernes por la noche que salimos con Moisés a bailar, decidimos invitarlo a que nos acompañara. Eran las 9 o 10 de la noche y nos estacionamos frente a su casa sin previo aviso. Lo llamamos, preguntándole si quería salir, en ese mismo instante, a bailar a una de esas discotecas de moda, horrenda, ruidosa y repleta de gente. Yo creo que si alguien me hubiera pedido eso y de esa forma no hubiera aceptado. Para nuestra enorme sorpresa, él sí accedió; no sentía ningún inconveniente hacia los disfrutes humanos. Suena trivial pero en mi mundo era un contraste muy fuerte con respecto a todos los snobs que se consideran demasiado superiores como para ir a menearse a ritmos reguetonescos.
Viniendo de un ambiente de supervisión constante me sorprendió mucho saber lo adaptado que es para ser alguien con tantas libertades. Su vida ha de ser el sueño de muchos adolescentes: desde hace muchos años antes de que saliera del colegio podía salir cuando quisiera, con quien se le antojara y hacer lo que sea sin que tuviera que sufrir repercusiones por parte de los adultos a cargo. En personas menos centradas esa sería una receta perfecta para un desastre, pero él estudió sin problemas esa carrera tortuosa de la que yo tanto paso hablando y estoy segura que él quedó con menos cicatrices emocionales al respecto. Es la ventaja de ser repelente a los dramas, tanto internos como de las personas ajenas. No sé si es una característica masculina (ya que los hombres se complican poco) o sólo de él, pero es tan puro en el sentido que no tiene intenciones ocultas, no vive con tormentos recurrentes y actúa con una integridad impecable.
No entiendo cómo logra vivir separado de su hermana y de su mamá todo el año para sólo verlas unos pocos días, pero lo admiro por seguir con su vida sin ningún resentimiento hacia el mundo. Quisiera ser más como él.
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