27 September 2008

Immanuel y el arquitecto

Desde la perspectiva de Kant para poder afirmar que algo es bello se deben cumplir cuatro características, o se visualiza desde cuatro momentos: el primero es experimentar satisfacción sin ningún interés con respecto a ese objeto, esto significa no querer poseerlo, no limitarnos únicamente a que lo percibimos con los sentidos y que por esta razón nos hace sentir bien (en ese caso el objeto o la obra es agradable), y tampoco porque sea buena, tanto buena como medio (útil) o buena en sí, porque entonces es por gracias a nuestra razón que experimentamos satisfacción, por el concepto que tenemos del objeto. El segundo momento expresa que lo bello es lo que agrada universalmente sin concepto. Esto significa que todos los seres humanos son capaces de experimentar o de afirmar que algo es bello, sin embargo, esta experiencia es subjetiva ya que no todos estarán de acuerdo en que algo entra dentro de esta categoría, y “no hay juicio estético que pueda legítimamente reclamar el asentimiento universal”. Cuando consideramos una obra desde un concepto la estamos categorizando con nuestra razón, entra entonces el interés y nos hemos alejado del dilema de si es bella o no: pasamos a discutir si podemos llamarla buena. La única finalidad de la obra es ser percibida sin representación de fin: lo que explica este tercer momento es que algo bello sólo existe para ser bello y nada más. Al asignarle un propósito estamos agregándole un concepto, cuestionamos si el objeto cumple con el objetivo para el que fue creado, y eso también anula nuestro dictamen de si es bello. Por último, algo bello se reconoce sin concepto, como el objeto de una satisfacción necesaria por todas las personas que buscan hacer creer a otros que algo que ellos califican de bello los demás deben percibirlo así también, aunque no lo logren.

El conflicto se origina si tratamos de juzgar obras arquitectónicas desde el punto de vista de Kant. En primer lugar porque una obra nace gracias a una necesidad, a un interés: alguien requiere de un proyecto en específico y le pide a un diseñador que lo proyecte según sus deseos. El proyectista va a crear su obra tratando de traducir lo que desea la persona que lo buscó y al mismo tiempo reflejando la educación que recibió, sus propios gustos, su propio deseo de sobresalir. Es casi inevitable que no entren en juego la vanidad, el querer ser recordado por sus contemporáneos o los que han de venir después, cuando se tiene tanto poder como hacer vivir o trabajar a varios seres en un espacio que uno ha concebido. Por mucho que haya arquitectos que utilicen el método de la “caja negra”, en la que la forma del edificio, que se les presenta a ellos en un chispazo de inspiración de origen azaroso y desconocido, es más importante que su función, la obra debe cumplir con ella, en mayor o menor medida, pero si no lo hace sencillamente es inutilizable. Dicho en otras palabras, la arquitectura cumple un fin, no es escultura a gran escala.

Muchas obras que consideramos valiosas y esenciales son justamente consideradas valiosas por el concepto que traducen, por la mentalidad, la idea que las hizo nacer y que pretenden perpetuar. Por ejemplo, se puede considerar bello el Partenón sólo con verlo, pero se le entiende de manera diferente si sabemos que fue hecho con proporciones áureas, y los diseñadores tienden a respetar a aquellos que logran resultados sorprendentes aún siendo restringidos por las reglas; es como si conocer el concepto agregara algo más porque sentirse emocionados al ver una obra. También Kant nos dice que cualquier ser razonable y sensible puede juzgar bella una cosa que conmueve sus sentimientos, pero los edificios de una ciudad son financiados por aquellos que pueden pagarlos (una élite, como dice el matemático y crítico Nikos Salíngaros), y ¿acaso es justo que todos tengamos que soportar los resultados concretos de su satisfacción, muchas veces guiada por modas y arquitectos celebridades, cuando no necesariamente corresponde al de la mayoría, o cuando los edificios que aprueban resulten visualmente agresivos, fuera de contexto o incómodos para sus usuarios? Sin embargo, la mayoría de las personas, muchas veces incluso los arquitectos, no se molestan en estudiar o conocer de teoría arquitectónica, y por eso su juicio es limitado y creen que su sentimiento es ley suficiente para opinar en asuntos estéticos. Por otro lado, numerosas construcciones no son comprendidas hasta muchas generaciones después de la que la que las vieron nacer, y porque algo no sea aprobado popularmente no quiere decir que no haya un enfoque bajo el cual tenga valor o por lo menos tenga algo rescatable.

Cuando compramos una pintura, una escultura o escuchamos una canción podemos ser todo lo extremistas que queramos, lo más subjetivos posibles y no tenemos necesidad de justificar nuestra preferencia, pero el problema fundamental de la arquitectura es que no puede ser vista con la lente reductora de la escultura: sin concepto, sin finalidad, sin interés, porque estamos creando algo que será utilizado por muchas personas, a lo largo de muchos años, y según lo que esta gente sepa o entienda del lugar que está protegiéndolo de la intemperie no va a poder apreciarlo en su totalidad. Como dicen muchos pensadores, nuestros edificios son el libro de la humanidad, y no podemos escribir en nuestro testamento “sólo porque sí”. Debemos educar a los usuarios, no porque son indignos de opinar si no saben, sino para que sepan más a la hora de emitir juicios, y el conocimiento contiene muchos conceptos, reglas: ¿cómo vamos a decir que un edificio es bello sin concepto?

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