No sé si alguien recuerda la temporada que siguió al huracán Mitch. No podía pasar un soplo de viento con una leve llovizna, ni asomarse una nube gris sin que la gente entrara automáticamente a su estado de emergencia. La memoria celular nos traicionaba y las gotas de lluvia sólo nos recordaban todo lo que acababa de suceder.
Pues en estos últimos días se ha podido presenciar, por las transmisiones de los noticieros, el estrés post traumático de los estadounidenses con la llegada de Gustav a Nueva Orleans. Por un lado, los reportajes trataban sobre cómo en esta ocasión la gente sí estaba evacuando, los diques estaban mejor reforzados y cómo hasta el presidente iba a hacer acto de presencia. Pero también recalcaban lo sucedido hace tres años. Tres años que no se sienten tan lejanos gracias a la campaña de concientización que representó el documental de Spike Lee, la queja de Kanye West y todas esas noticias sobre los daños a los pozos petroleros y sus consecuentes desbalances en la bolsa de valores por el alza al petróleo. Pero hace unos días amaneció y el huracán se esfumó con su etiqueta de categoría 2.
Ahora bien, como un pueblo acostumbrado a los desastres naturales, ¿qué lecciones podemos aprender de ellos y qué actitudes debemos tomar? Porque después del 98 cada lluvia nos hacía pensar en inundación, hasta que se volvió imposible vivir en ese estado de constante paranoia, y se superó. Se “superó” hasta el punto de que cuando se acercó otro huracán grave la gente estaba preparada, sin embargo muchas zonas de riesgo continúan siendo habitadas porque la gente no tiene otro lugar adónde ir, o sea que no hemos aprendido nuestra lección del todo. Yo conozco personas que evacuaron de Nueva Orleans para nunca más regresar, pero no nacieron allí: este era otro capítulo más de traslado en su historia de inmigración. También conozco a una persona que salió de aquí, a los 16 años, sin conocer nada más del mundo para irse a meter –literalmente- a ese huracán, y de remate extranjero. Pero no huyó; lo enfrentó y continuó viviendo. ¿Qué habrá pensado con esta nueva amenaza? ¿Estará acostumbrado o sus antiguos temores lo perturban todavía? ¿No considerará irse de una vez por todas de ese lugar maldito por su ubicación? ¿Por qué la gente insiste en permanecer en situaciones graves de ambigüedad?
Voy a decir algo de los terremotos, los huracanes, los tornados: a veces quisiera que fueran realmente apocalípticos, que destrozaran hasta ese deseo tan humano de reconstruir. La gente vuelve a empezar en esos lugares manchados por la desgracia para simbolizar la perseverancia al enfrentarse a la Naturaleza. Olvidan que estamos a merced suya aunque nos mintamos a nosotros mismos creyendo que llevamos la batuta sólo porque somos más. Si ha sucedido algo una vez llevamos la cicatriz de la estadística; hay una gran posibilidad de que vuelva a suceder. Cuando las torturas climáticas se vuelven recurrentes no hay otro remedio más que desensibilizarse, entumecerse hasta dejar de temer todo el tiempo, pero llegará el día en que te arrastre la corriente porque te acostumbraste a no escuchar y para ese entonces todo estará perdido de verdad.
Finales, resoluciones, nuevas etapas: ¿dejaremos algún día de postergar lo inevitable?
Con permiso de la autora del blog, voy a hablar por analogía, que es una forma un tanto gratuita de hacerlo. Siempre me ha interesado el comportamiento humano - tanto individual como colectivo- en situaciones extremas. De catástrofes naturales apenas puedo hablar, no he vivido huracanes, y el único terremoto que sacudió mi ciudad hace muchos años fue tan educado que lo hizo de noche, y tan leve que yo…ni me enteré (tengo un sueño profundo, lo reconozco). Lo supe al día siguiente, por las noticias.
ReplyDeleteDe lo que sí puedo hablar es de conflictos bélicos, lo que antes llamaban guerras. Y no es la única analogía el hecho de que en las guerras haya saqueadores, igual que en Nueva Orleáns.
Siempre me sorprendió descubrir que desde la antigüedad y hasta bien recientemente (de hecho hasta la primera guerra mundial), cada vez que estallaba la guerra la población se alegraba. Decir se alegraba es poco, explosionaba de júbilo, de euforia colectiva. ¿Mera inconsciencia? ¿O ese instinto de autodestrucción que Freud llamaba tánatos?
Leyendo un reportaje descubrí hace poco que en Alemania residían unos 40.000 judíos…¡Que habían regresado después de la segunda guerra mundial! Esto para mí sobrepasa los límites de la testarudez, por mucho que tengan (y lo tienen) todo el derecho.
Buscamos el riesgo porque sólo ahí, cara a cara con la muerte, encontramos la esencia de nosotros mismos, la mejor y la peor. Pondré una anécdota que lo ilustra, sacada de Primo Levi. Cuenta que en el campo de concentración, ya al final de la guerra, durante un ataque aéreo aliado, vio cómo una mujer prisionera y su guardiana caminaban por la explanada del campo. Un avión pasó volando por encima de sus cabezas soltando su carga mortífera. En ese momento, ambas, prisionera y guardiana, se tiraron al suelo y se abrazaron. Ante la inminencia de la muerte desaparecieron la jerarquía, la autoridad, la raza, todo, sólo quedaron dos seres humanos que se daban mutuamente consuelo. Ese instante de verdad absoluta pasó, la bomba no las mató, el avión se alejó, y al cabo de unos momentos ambas se pusieron de pie. Entonces la guardiana recobró la compostura, le ladró algunas palabras a su prisionera, y le dio un empujón para que arrancase a caminar.
No quería llegar a tanto, me temo que el comentario se me ha ido de las manos. Ni sé si debo decir cuál es la conclusión que yo extraigo. La conclusión es que el ser humano nunca aprenderá, sigue repitiendo una y otra vez los mismos errores que hace miles de años. La humanidad es el peor desastre.