Recuerdo que hace diez años para una Navidad mis papás nos arrastraron con mi hermano a casa de unos amigos de unos amigos, personas que no conocíamos, y basándonos en experiencias pasadas esa visita no se anunciaba particularmente interesante. La Navidad había perdido gran parte de su interés para mí desde que mis papás no hacían todos los malabares para esconder los regalos haciéndonos creer en Santa Claus, así que aparte de comer mucho –pero rico eso sí-, tomar cidra y ver películas, las Fiestas eran sencillamente una ocasión para ver la televisión antes y después de la medianoche.
Llegamos a la casa de esta familia que estaba formada por los padres, un chavo un poco mayor que yo y dos chavas de edades cercanas a la de mi hermano. El chavo empezó a jugar ajedrez con mi hermano y empezaron a platicar, mientras yo los observaba y escuchaba. Cosa interesante: el tipo tenía un cerebro. Creo que yo todavía seguía arrastrando la decepción de haber conocido a mi vecino del San Miguel del que había estado platónica pero perdidamente enamorada desde los 7 años y que había conocido finalmente en mi fiesta de quince. Todos los elementos de una película cursi pero ideal se habían conjugando en esa ocasión: me conocería en mi vestido bonito, bailaríamos, platicaríamos y sería el mejor regalo que toda adolescente pudiera haber deseado, un potencial novio. Pero el tipo llegó, abrió la boca y se acabó el encanto. Tal vez el muchacho no era tan zoquete como lo recuerdo, pero era seguro que no iba a ser tan maravilloso como ocho años lo habían distorsionado en mi cabeza. Así que cuando escuché hablar a este otro chavo con tanta confianza y autoridad no pude evitar quedar boquiabierta. Hablaba de todo: para ese entonces era ultra fan de un grupo de rock y empezó a contarme la historia, la filosofía y la genialidad del baterista; hablamos de religión, de las clases, de su ateísmo, de cosas triviales, de absolutamente todo. Desde ese entonces tengo una fijación por las conversaciones con miembros del sexo opuesto, y es que puedo decir que nunca había sentido que eso pudiera ser tan satisfactorio, divertido o interesante. Las horas se me pasaron tan rápido que tuve la impresión que el mundo era demasiado cruel al sacarme de ese lugar.
Creo que entonces mi cabeza adolescente entró en una especie de frenesí, donde idealicé a este tipo a un nivel exagerado en el que me parecía la criatura más guapa y atractiva que alguna vez había ocupado el planeta Tierra. El destino nos habría de separar pero me quedé con esa imagen y aunque la atracción –unívoca desde luego- se apagó con el tiempo, la magia de las conversaciones quedaba cada vez que nuestros caminos se encontraban brevemente.
Y luego no quedó ni eso.
Por alguna razón hoy me acordé de él y me puse a pensar en todo el tiempo que me hubiera ahorrado a mis quince años si no tuviera esa enfermiza tendencia a construir escenarios imaginarios en mi cabeza, atribuyéndole características heroicas a quien no las posee y visualizando posibilidades en asuntos que posteriormente se revelan como callejones sin salida.
Pequeña ilusa yo.
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