En realidad estoy joven. No importa lo que haya escrito previamente, tratando de convencerme que soy madura, sabia y añejada. Sigo siendo una niña pequeña que sueña con el gran futuro que la espera, cuando finalmente logre salir del templo del martirio que es la casa de sus padres. Los desobedezco, pero no puedo decir que lo disfruto a plenitud. Siento sobre mí la mirada inquisitiva, de reprobación y hasta con cierto nivel de burla por parte de los vecinos, los vigilantes, los albañiles. Me imagino la mirada de mis padres, los insultos que me darían, los castigos que me esperan, y regreso a la casa donde en realidad no hay nadie levantado esperándome, sólo mi paranoia que por una noche más puede descansar. Todo esto está en mi cabeza, en mi cabeza nada más. Estoy sola con toda esta culpa y la vergüenza por sentir culpa, ya que si me sintiera orgullosa todo estaría justificado. Pero nada de esto va a hacer que me detenga, en parte porque soy masoquista y estoy acostumbrada a sentir que las cosas buenas no las merezco o que tengo que pagar un precio por ellas, y en parte porque cuando logro trascender todos los delirios, encuentro algo de redención y de sentido. Bueno, en mi cabeza está el sentido también, sólo en mi cabeza. Porque las señales (y a veces las omisiones también) me dicen que disfrute lo que tengo ahorita: no hay garantías para el futuro; no hay nada que yo pueda controlar o desear lo suficiente para que necesariamente ocurra.
Mis vacaciones se han acabado y no estoy lista ni emocionada. Son el resultado externo del paso del tiempo y mi voluntad no tuvo nada que ver. Me centro en el presente, porque ninguna otra cosa es real, pero el presente es un gran hoyo negro que succiona cualquier deseo que pudiera tener de seguir adelante.
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