(Esto merece interrumpir la semana de la arquitectura.)
Como en una escena de película estoy yo sola, con mi mochilita en la espalda, mi libro de Italo Calvino y el termo de Tigo que me regaló el novio de Mafer, atravesando un pasillo largo, amplio, blanco, iluminado con lámparas fluorescentes, buscando cuál de todas las puertas que están a mis costados es la de la clínica del doctor con el que tengo una cita para una sesión de acupuntura. Este es el episodio número un millón en el misterio de la muela dolorosa. Ahora que la medicina tradicional me ha decepcionado, es hora de buscar métodos alternos.
“Buena suerte” es cuando preparación y oportunidad se combinan, y resulta que la clínica de este doctor queda en el mismo edificio de la clínica de mi madre, pero en el piso superior, por lo que no supimos antes de su existencia. Aunque familiarizada desde joven con métodos orientales o poco ortodoxos de tratamientos médicos, nunca había tenido la oportunidad ni la necesidad de buscar otras cosas que no fueran homeopatía, así que llegué con la noción tradicional de que me iban a convertir en una esponjita de costura con miles de alfileres atravesándome el cuerpo.
La joven recepcionista me recibe muy atentamente y yo estoy de un sospechoso buen humor que me permite platicar de manera muy agradable. El doctor entra a los pocos minutos, y me recibe en su consultorio. Me siento como toda una adulta independiente, yendo a mis consultas yo sola, con el doctor preguntándome mis datos, sin un mayor que responda por mí. Erase una vez un diente que parecía que tenía una fisura en una antigua obturación y se me recomendó que se reemplazara, etc, etc, tengo dolor desde hace tres meses, no hay razón física comprensible para ese dolor, heme aquí. Después de una breve introducción a la acupuntura, y sobre cómo el cuerpo humano es similar a una batería (busqué en mi repertorio alguna referencia a la clase de instalaciones eléctricas: la carpeta estaba vacía), estaba acostada en la camilla mientras el doctor preparaba las agujas.
Mientras yo fijaba mi vista en el techo para no anticipar el dolor, sentía los pequeños, pero intensos pinchazos de zancudo con colmillos, en mis pies y en mis brazos. Para ser sincera, eran como pequeñas inyecciones, pero yo soy muy exagerada, lo reconozco. Cuando iba a ponerme las de la cara yo estaba preparada para el peor dolor de mi vida. Agradecí a todas mis noches de reventarme espinillas monstruosas y terroríficas, porque ellas superaron por mucho a esas agujitas pretenciosas. La única que sí se hizo notar fue la que estaba cerca de la muela problemática. Qué coincidencia…
En la siguiente etapa, el doctor hizo girar, una a una, las agujas que tenía en el cuerpo, hasta que sintiera un cosquilleo, un dolor, cualquier cosa. Y a las de la cara les conectó unos cablecitos. Me explicó que les iba a hacer pasar electricidad a través de ellos, y que iba a experimentar un cosquilleo continuo. No me electrocuté, como anticipaba en mis fantasías suicidas: por el contrario, era como si un gusanito peludo y flaco estuviera jugando a saltar la cuerda sobre mi mejilla. Se sentía rico.
Mientras dejó reposando las agujas, empezó a hacerme preguntas sobre mi vida. Me preguntó qué estudio, una interrogante totalmente normal e inofensiva que desató la liberación del caudal de dolencias, quejas y anécdotas que cargo todos los días.
De la elección de la carrera desembocamos en el tipo de presiones con las que tengo que convivir. Presiones no sólo propias del último año de la universidad, en el que te saturan de trabajo aunque sólo lleves tres clases, con sus respectivas sesiones prolongadas de estudio y dibujo que terminan con dolores de riñón, también están las presiones y estorbos de los padres, que no comprenden –y tampoco les interesa- lo que estoy atravesando. “¿Cómo se manifiestan estas ansiedades? ¿Usted llora mucho?” Empieza el discurso de cómo manejo mis emociones, según yo más racional y controlada que otros seres que no pueden contenerse. “¿Y con sus papás cómo se lleva?” Una diatriba sobre los acontecimientos más recientes en mi casa, que incluyen cómo yo tenía trabajo pendiente para el día de la madre -porque a la facultad de arquitectura le importa un pito los feriados, mucho menos los emocionales-, pero por supuesto, esperan que yo esté perdiendo mi tiempo, mi valioso tiempo, en frugales fiestas con una familia en la que ni siquiera me juzgan lo suficientemente importante como para tratar de arreglar las cosas conmigo, maldición, como para dirigirme la palabra. “¿Con su hermano cómo se lleva?” Pues de saludarnos cuando él llega a la hora del almuerzo, muchas veces no pasamos. De todas formas, él también tiene una vida ocupada, pero justamente por eso entiende mejor mis límites, y no es un cómplice, pero tampoco un atraso. “¿Tiene amigos?”. Yo solía ser una persona tan sociable, tan tranquila, tan feliz… Pero ahora tengo un círculo pequeño de amigos, son buenos amigos, son excelentes amigos, pero son tan pocos amigos. No he de estar tan mal si tengo un novio, pero es lo mejor que puedo hacer. Y continué… Recordando las sesiones de terapia de dianética de hace 7 años, en las que pasaba hablando por horas y horas, justamente un día después de recibir la llamada de mi auditor que estaba de regreso en Honduras.
Si esto debe servir de moraleja, es que un blog, un diario, amigos y un novio no son suficiente desahogo al parecer. Me esparzo a como dé lugar adonde sea que vaya, con quien sea que esté. Es un poco preocupante, ¿qué tanto puedo tener adentro?, ¿cuántas veces puedo repetir lo mismo? Pero en cuanto a acupuntura, me encantó. No tengo urgencia por ver resultados, pero la sensación zigzagueante en la cara va a convertirse en una adicción. Mi próxima cita es el viernes.
Realmente me gustaría experimentar algo así :P Suena demasiado tétrico para no apreciarlo y disfrutarlo.
ReplyDelete¿Es muy caro eso? Me dieron ganas de probarlo.
ReplyDeleteFijate que no sabría decirte porque el doctor no me quiso cobrar porque mi mamá es doctora... (inserte cara de pena)
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