Cuando surge un atraso, un fracaso, una contrariedad me parece imposible evitar el planteamiento del eterno ¿por qué?, el análisis de todo lo sucedido y el intento por comprender qué pudo haber sido distinto, qué pude haber hecho de otra manera. El conflicto surge cuando mi conciencia se atormenta porque sabe que hice lo mejor, que si retrocediera en el tiempo no cambiaría nada. Entonces no comprendo por qué salió mal en primer lugar. ¿Fue falta de esfuerzo, falta de vocación, falta de simpatía ante los implicados, exceso de esfuerzo, destino ineludible o que me doy más crédito del que en realidad merezco?
El espíritu, como un músculo, de tanto estirarse y encogerse ante las esperanzas y las dificultades, termina rompiéndose y entra en un estado de paz, calma ante la resignación. No se puede llamar indiferencia, es simplemente saber que las cosas se tienen que hacer y que los resultados a veces se escapan de mis manos y no hay nada que pueda hacer al respecto.
La sensación de impotencia es la peor, especialmente si se le acompaña por la soledad de la incomprensión.
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