El otro día me preguntaron qué imagen tenía de los franceses antes de venir y si acaso había cambiado desde que me encuentro aquí. Tengo que decir que en mi cabeza los franceses eran malcriados. Por razones extrañas debo agregar, porque mis maestros del colegio fueron siempre muy agradables y educados. Excepto uno de ellos, uno que probablemente empañó el panorama para siempre. Era un maestro de los primeros años de primaria que estaba casado con una profesora hondureña, la mujer más dulce y adorable de todo el Liceo. Nadie entendía qué vio en él porque era un ogro, temperamental y hasta físicamente violento. Cuando se enojaba te gritaba, te insultaba, te pegaba y no recuerdo si era una historia o si fue cierto, pero se decía que había metido a un alumno en un bote de basura. Cuando leí “Matilda” de Roald Dahl , la directora malvada que está a un paso de devorar niños, me la imaginaba con la cabeza de este profesor. Y no sé cómo, terminé creyendo que los franceses que viven en Francia debían ser como este señor. Después de todo, si era impermeable a la admiración ciega que todos los hondureños sentimos por los extranjeros -combinada con los enamoramientos perpetuos de parte de alumnas, maestras y madres de familia que hacen de Honduras el mejor país para vivir si no se ha nacido allí- realmente el tipo tenía que ser un patán para estar eternamente amargado. Así que vine a Francia preparada psicológicamente como me imagino que he de hacerlo antes de ir Nueva York algún día: preparada para ser empujada en los transportes públicos, a ver a la gente con la cara parada todo el tiempo, que no te den la hora cuando se la pides y que te ignoren cuando les solicitas direcciones. Y resulta todo lo contrario: todo el mundo dice buenos días, casi como en “La Bella y la Bestia”; te tratan de “usted”, las fórmulas verbales de amabilidad y los protocolos merecen un post aparte, y si quitamos las secretarias de la universidad y de los organismos públicos (me imagino que es una condición universal), las personas que se dedican a la atención al cliente, desde los meseros hasta los conductores de bus son muy serviciales y muy gentiles. La mayoría no son amistosos ni acogedores, pero ser malcriados no les puede reprochar.
Sin embargo, hay algo que me preocupa de los franceses (todavía me hace falta descubrir si es un síndrome del primer mundo en general): la tasa de locos por cantidad de habitantes. En casi diez meses de vivir aquí he conocido más gente extraña y perturbadora que en veinticinco años de estar en Honduras. Sólo en esta semana puedo contar tres. En orden creciente de bizarrería: me encontraba hoy en la estación de bicicletas públicas de la Escuela de Arquitectura, lista para irme, cuando un tipo con todas las características de un vagabundo apareció de la nada y me interpeló. Mi reflejo tercermundista me dijo “Mierda, ya me asaltaron. Nunca me había pasado en Tegucigalpa y me va a pasar aquí”. Me preguntó por qué todos los negocios de la calle que teníamos enfrente tenían en el nombre la palabra “Compostela”, la colonia donde nos encontrábamos. Y de hecho, porqué la colonia se llama así, si es que acaso tiene alguna relación con el peregrinaje. Me encantaría ser como mucha gente que he visto que reacciona tan bien a ese género de encuentros, con mucha soltura y naturalidad. Mi sangre fría lo único que me permite es evitar salir corriendo como desquiciada, que ahora que lo pienso no sería una mala idea en muchos casos. El hombre me dijo que estaba haciendo el peregrinaje y que se preguntó eso cuando vio los rótulos de los comercios. He aprendido lo suficiente en la vida para no decirle que no soy originaria de aquí y así dar un aspecto más vulnerable, pero me dije que si efectivamente es un peregrino no me iba a robar la cartera. No sé qué tipo de reacción esperaba a su frase de “soy peregrino”, si admiración o qué, pero yo solo quería dejar de hablar y largarme. Empecé a moverme discretamente y captó el mensaje. “Quién sabe porqué las cosas son como son” y se fue.
Mi trayecto de ida a la Escuela de Arquitectura no fue menos accidentado el día de hoy. Me subí en un bus desde la estación de salida inicial, éramos dos personas, la otra se bajó a dos paradas y se subieron dos señoras. Son buses gigantescos y por lo general esa ruta no es muy concurrida por lo que puse mi cartera en el asiento a mi lado. De repente un tipo llegó desde atrás y se sentó sobre mi bolso que mover para que se acomodara. Cuando su aliento alcoholizado empezó a propagarse encontré la explicación. Me empezó a hablar, “Disculpe señorita”… hasta los borrachos son educados. Que si este bus va a no sé dónde. No tengo idea, nunca llego muy lejos, le respondí. Y empezó a contarme algo de que tiene cita con el doctor pero que ya está retrasado, que la puntualidad es la virtud de los reyes y el resto no le entendí. Otra situación en la que simplemente me tuve que haber movido voluntariamente pero no lo hice. Las señoras que también estaban en el bus me llamaron, me levanté y me dirigí hacia ellas que estaban unos cuantos asientos atrás. Me decían que no me quedara con él, que su aliento lo dice todo y que es muy peligroso para una muchacha como yo. El tipo les empezó a gritar que no le gusta que hablen de él a sus espaldas y que no sean irrespetuosas; las señoras le contestaron, todo el mundo se peleaba y gracias al cielo me tuve que bajar.
He dejado de contar la cantidad de freaks que vienen a tocar la puerta del apartamento. Aparte de otras dos Erasmus del piso de arriba, no conocemos a nadie en el edificio, pero siempre llegan personas a pedirnos cosas, las más comunes son cigarrillos (en la calle también de hecho: nadie tiene reparos o vergüenza en pedirte cigarros), encendedores, una tipa me pidió un par de tijeras, la más igualada me pidió una sombrilla pero la más legendaria fue una tipa loca que una noche tocó a la puerta tan salvajemente que creí que alguien había muerto (otra reacción tercermundista). Cuando abrí la puerta, porque los estudiantes no merecen tener una mirilla para ver quién está afuera, la chava, visiblemente ebria, entra a la casa mientras tres amigos que la acompañaban se quedan afuera. Me pidió que le regalara hielo. Mi reacción no es reclamarle que qué le pasa haciendo ese escándalo, decirle que no tengo hielo y sacarla a empujones. Señorita aquí abre la refrigeradora y no sólo le da hielo, le da cubos de hielo en forma de corazón de su molde Ikea. La chava empieza a preguntarme de qué país vengo, cómo me llamo, qué estudio, inquisiciones que contesto con la verdad, el susto apaga mis instintos de discreción. Me cuenta que su vida apesta, que trabaja en Mc Donald’s. Yo le digo que eso no es tan malo, que conozco a una chava que mientras busca un doctorado trabaja allí para mantenerse. Me dice que soy muy amable, me da su nombre y me pide que la agregue en Facebook y se va. No me acordé de su nombre, si no tendría a otra persona más que no conozco en mi lista de amigos.
Anoche estábamos en un pub inglés, los lugares más geniales para salir a tomar un trago, especialmente cuando hay happy hour. Eran las 7 de la noche, hay luz solar como si fueran las cuatro de la tarde y con Esther y Jacques estábamos sentados en una mesa. Un tipo, también ebrio, se nos acerca. Se disculpa por interrumpirnos pero anda haciendo “control de sonrisas” y verifica que todos estemos contentos. Empieza a contarnos que es inglés, que viene de Bath –que pronuncia como “Bass” y nadie le entiende- y que si alguna vez hemos estado allí. Como le decimos que no dice que tenemos que ir, que es hermoso. Que detesta Francia y los franceses pero ni modo tiene que estar aquí. Se va a jugar billar con sus amigos pero cada quince minutos llega a interrumpirnos con alguna otra pregunta estúpida y su control de sonrisas ridículo. A la hora nos pide cincuenta centavos. Por lo menos fue menos descarado que el otro bolo que nos pidió una pieza de dos euros. Esto sería habitual en un lugar de mala muerte, pero los pub ingleses son súper caros, tienen un decorado impecable y sí, son snobs pero la música es buena. ¿Cómo es que pasan estas cosas allí?
Sin embargo, la pasada más épica que he tenido hasta ahora fue una tarde que regresaba de la biblioteca con una plétora de libros que revisar. Estaba en el tranvía, sentada tranquilamente cuando se me acerca una muchacha en silla de ruedas. Era joven y se miraba algo humilde, me pregunta en qué estación me bajo. Le digo y me dice que si le haría el favor de darle un empujón hasta cierto lugar. Me imaginaba que iba a un lugar cerca de la universidad y realmente no hay forma delicada de rechazar una petición en semejante circunstancia, así que acepté. Me empieza a dirigir y me comienzo a preocupar cuando nos alejamos de la universidad y nos vamos por otra calle. No hablaba mucho, sólo me preguntó de qué nacionalidad era y que si yo estaba molesta por hacerle ese favor. Continuamos caminando y en un momento tomamos el camino casi de regreso de dónde veníamos en el tranvía pero por otra calle paralela a este. Era un día súper soleado y como mi mandado era cerca me puse unos zapatos hermosos pero súper incómodos y conocidos por hacerme daño en los pies. Cómo los maldije ese día, especialmente porque la tipa me estaba llevando cada vez más lejos. En un momento le pregunté si estábamos cerca y lo peor fue que faltaban unas tres cuadras más para ese entonces. Por lo menos estábamos en una vía transitada, pero cuando me pidió que doblara en una calle solitaria me empecé a asustar. Empecé a imaginarme que estaba asociada con delincuentes que la estaban esperando para robarle las cosas a la pobre imbécil que aceptó de darle jalón. Le volví a preguntar si faltaba mucho y me dijo que no, que era en un edificio donde me dijo que tenía que entrar sola. Así que la dejé y me despedí. Ni siquiera me dio las gracias. Y me regresé a la casa donde juré nunca más hacer obras de caridad ni volver a usar esos zapatos.
La gente es rara.
Dios... qué cosas más raras. Franceses rarotes pero educados y amables, no está mal
ReplyDelete