Me he resignado finalmente al hecho de que no voy a dormir esta noche. Mi cuerpo está cansado, mi mente quiere silencio, pero sencillamente se niega a apagarse temporalmente. Así que decidí intentar hacer algo provechoso con estas horas extras de vida que me han sido otorgadas.
El jueves (o mejor dicho, mañana), me voy de viaje al pueblo natal de mi padre, un territorio que aspira a ser ciudad, pero que piensa como aldea. Mi único familiar restante allí es mi abuela, a la que no visito hace más de tres años. Después de la muerte de mi abuelo, ella ha quedado sola, con su perro, dividida entre el deseo de vivir como reina y señora de su casa, pero sin nadie con quién compartirla. No acepta mudarse a casa de alguno de sus hijos y no la culpo. Cada uno de ellos es una maraña de desastres, y nada logra desvanecer la sensación de que está invadiendo cada vez que los visita. Pero allá lejos no tiene mucha gente con quién hablar o de quién ocuparse, y toda su existencia se ha caracterizado por estar rodeada de grandes masas de personas. Tuvo siete hijos y siempre alquiló cuartos para estudiantes. Por eso mi papá no quiso tener familia numerosa y por eso somos los ermitaños de la familia.
Ir a Juticalpa cuando mi abuelo estaba vivo era lo mejor del mundo. Yo estaba pequeña y me conformaba con poco. Era un escape para mí jugar con las vecinas, que a diferencia de mis amigas en la escuela eran sencillas y descifrables; la comida me encantaba y aún cuando uno está chico se necesitan vacaciones de los padres. Hasta ir al cementerio era una gran experiencia: con mi hermano inventábamos juegos y saltábamos de tumba en tumba mientras los mayores ponían flores a sus familiares. Con la edad ir allá se convirtió en la única época en la que podías reflexionar sobre tu vida, por que sencillamente no había nada que hacer. Empecé a huir de los viajes, sobretodo cuando mi abuelo murió por que cada vez que regresaba me decía a mí misma que esa era posiblemente la última vez que vería a mi abuela. La universidad es la excusa perfecta para desentenderse de tus obligaciones, y no he vuelto desde unos meses después de graduarme del colegio.
Mi papá me hizo la indirecta después de mi regreso de Ceiba: tengo que ir, por que no tengo excusas que me salven esta vez. Mi hermano fue por su cuenta hace unas semanas y vino aterrorizado. La soledad crea un extraño efecto en la gente. Él no es muy fanático de los sentimentalismos y aparentemente hubo bastantes en su estadía. Tengo la esperanza de que esté exagerando.
Me esperan largas sesiones de televisión, de lectura, misa el domingo (por decisión propia; siempre me ha gustado la misa de las 6 de la mañana en la catedral) y reencuentros con viejas amistades. Ojala pueda reestablecer mi ciclo de sueño también. Esta es la calma antes del derroche de actividad. Faltan menos de dos semanas antes de entrar a clases y quiero saldar todas mis cuentas con la inactividad antes de volver a empezar el ritmo desenfrenado de la vida de estudiante.
El jueves (o mejor dicho, mañana), me voy de viaje al pueblo natal de mi padre, un territorio que aspira a ser ciudad, pero que piensa como aldea. Mi único familiar restante allí es mi abuela, a la que no visito hace más de tres años. Después de la muerte de mi abuelo, ella ha quedado sola, con su perro, dividida entre el deseo de vivir como reina y señora de su casa, pero sin nadie con quién compartirla. No acepta mudarse a casa de alguno de sus hijos y no la culpo. Cada uno de ellos es una maraña de desastres, y nada logra desvanecer la sensación de que está invadiendo cada vez que los visita. Pero allá lejos no tiene mucha gente con quién hablar o de quién ocuparse, y toda su existencia se ha caracterizado por estar rodeada de grandes masas de personas. Tuvo siete hijos y siempre alquiló cuartos para estudiantes. Por eso mi papá no quiso tener familia numerosa y por eso somos los ermitaños de la familia.
Ir a Juticalpa cuando mi abuelo estaba vivo era lo mejor del mundo. Yo estaba pequeña y me conformaba con poco. Era un escape para mí jugar con las vecinas, que a diferencia de mis amigas en la escuela eran sencillas y descifrables; la comida me encantaba y aún cuando uno está chico se necesitan vacaciones de los padres. Hasta ir al cementerio era una gran experiencia: con mi hermano inventábamos juegos y saltábamos de tumba en tumba mientras los mayores ponían flores a sus familiares. Con la edad ir allá se convirtió en la única época en la que podías reflexionar sobre tu vida, por que sencillamente no había nada que hacer. Empecé a huir de los viajes, sobretodo cuando mi abuelo murió por que cada vez que regresaba me decía a mí misma que esa era posiblemente la última vez que vería a mi abuela. La universidad es la excusa perfecta para desentenderse de tus obligaciones, y no he vuelto desde unos meses después de graduarme del colegio.
Mi papá me hizo la indirecta después de mi regreso de Ceiba: tengo que ir, por que no tengo excusas que me salven esta vez. Mi hermano fue por su cuenta hace unas semanas y vino aterrorizado. La soledad crea un extraño efecto en la gente. Él no es muy fanático de los sentimentalismos y aparentemente hubo bastantes en su estadía. Tengo la esperanza de que esté exagerando.
Me esperan largas sesiones de televisión, de lectura, misa el domingo (por decisión propia; siempre me ha gustado la misa de las 6 de la mañana en la catedral) y reencuentros con viejas amistades. Ojala pueda reestablecer mi ciclo de sueño también. Esta es la calma antes del derroche de actividad. Faltan menos de dos semanas antes de entrar a clases y quiero saldar todas mis cuentas con la inactividad antes de volver a empezar el ritmo desenfrenado de la vida de estudiante.
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