Este viaje se trató básicamente sobre rendición. Abandonar el control de todo: introducirme a un ambiente extraño, con gente que no conozco y perderme en actividades imprevistas. Llegué a ese estado de forma espontánea y todo se desenvolvió de una manera tan exquisita que sólo puedo atribuirlo a una mágica alineación cósmica.
Todos los viajes en bus los hicimos con niños detrás de nosotros. Niños llorones con madres alcahuetas que no los callaban; niños enfermos que tosían encima de ti y niños llamados Marco Polo con madres que lo proclamaban sin descanso, a los cuatro vientos.
Dos de mis primos de Ceiba estaban de viaje, por lo que Moisés y yo teníamos espacio de sobra. Mis otros primos estaban de vacaciones y nos acompañaron en algunas de nuestras salidas. No tenía muchos prejuicios con respecto a ellos, por suerte para mí por que resultaron ser amables, atentos y muy divertidos.
Los primeros días nos dedicamos a descubrir la ciudad por nuestra cuenta. Queríamos encontrar las rutas más cortas para llegar al mar desde nuestra casa y nos perdimos en barrios que después nos enteramos que eran de lo más peligroso. Conocimos miles de laberintos y aprendimos a desenvolvernos bastante bien en todas partes. Caminé tanto que hice más ejercicio en esos cinco días que en meses de estar en el gimnasio.
El mar como siempre, estuvo increíble. La mezcla de arena, agua salada, sol y Deepak Chopra resultó en una serie de revelaciones que me han liberado de viejas ataduras. Todo culminó en una especie de trance eufórico en una discoteca, en la que Moisés y yo terminamos descalzos y bailando como locos en una pista rodeada de un público bastante numeroso. No bailábamos así desde hace años. No nos divertíamos así desde el viaje de último año del colegio.
Nos empapamos de la comida costeña: pescado, agua de coco, ausencia de tortillas y exceso de plátano. Descubrimos que en esas regiones no se toma café con la devoción que tenemos nosotros. Hay muy pocos locales, cierran temprano y los que sí probamos tenían una calidad que dejaba mucho que desear.
Había una luna llena preciosa que era un sacrilegio no salir a caminar en la playa hasta la madrugada. No podía hablar, no podía siquiera pensar. Sólo era capaz de contemplar el infinito alrededor mío y de expandirme junto a él. Toda mi vida desfilaba frente a mis ojos mientras estaba sentada con las olas frente a mí, y se borraba en chispazos que la hacían ver insignificante y ligera. Intentaba aferrarme a la cordura pensando en mis clases del otro semestre, o en mis dilemas amorosos, pero todo se veía tan lejano, tan pasajero, tan insulso.
Hoy que nos tocaba regresarnos, hicimos un viaje de última hora a San Pedro. Conocí el nuevo mall que está bien bonito pero no tiene librería (la católica no cuenta); y en una increíble coincidencia, en otro centro comercial encontré la tercera parte de la autobiografía de Simone de Beauvoir. Casi me muero de la felicidad.
No extrañaba mi casa, pero ya estaba un poco ansiosa por venir a descansar. El reloj biológico de Moisés se trastornó tanto que me levantaba tempranísimo todas las mañanas y anoche por estar bailando dormimos dos horas. Sueño que no recuperamos gracias a nuestros amigos las criaturas inmundas que no paraban de llorar detrás de nosotros.
Mi compañero de viaje fue sencillamente perfecto. Es paciente, dulce, adaptable e incapaz de aburrirse, sin importar la actividad.
Todos los viajes en bus los hicimos con niños detrás de nosotros. Niños llorones con madres alcahuetas que no los callaban; niños enfermos que tosían encima de ti y niños llamados Marco Polo con madres que lo proclamaban sin descanso, a los cuatro vientos.
Dos de mis primos de Ceiba estaban de viaje, por lo que Moisés y yo teníamos espacio de sobra. Mis otros primos estaban de vacaciones y nos acompañaron en algunas de nuestras salidas. No tenía muchos prejuicios con respecto a ellos, por suerte para mí por que resultaron ser amables, atentos y muy divertidos.
Los primeros días nos dedicamos a descubrir la ciudad por nuestra cuenta. Queríamos encontrar las rutas más cortas para llegar al mar desde nuestra casa y nos perdimos en barrios que después nos enteramos que eran de lo más peligroso. Conocimos miles de laberintos y aprendimos a desenvolvernos bastante bien en todas partes. Caminé tanto que hice más ejercicio en esos cinco días que en meses de estar en el gimnasio.
El mar como siempre, estuvo increíble. La mezcla de arena, agua salada, sol y Deepak Chopra resultó en una serie de revelaciones que me han liberado de viejas ataduras. Todo culminó en una especie de trance eufórico en una discoteca, en la que Moisés y yo terminamos descalzos y bailando como locos en una pista rodeada de un público bastante numeroso. No bailábamos así desde hace años. No nos divertíamos así desde el viaje de último año del colegio.
Nos empapamos de la comida costeña: pescado, agua de coco, ausencia de tortillas y exceso de plátano. Descubrimos que en esas regiones no se toma café con la devoción que tenemos nosotros. Hay muy pocos locales, cierran temprano y los que sí probamos tenían una calidad que dejaba mucho que desear.
Había una luna llena preciosa que era un sacrilegio no salir a caminar en la playa hasta la madrugada. No podía hablar, no podía siquiera pensar. Sólo era capaz de contemplar el infinito alrededor mío y de expandirme junto a él. Toda mi vida desfilaba frente a mis ojos mientras estaba sentada con las olas frente a mí, y se borraba en chispazos que la hacían ver insignificante y ligera. Intentaba aferrarme a la cordura pensando en mis clases del otro semestre, o en mis dilemas amorosos, pero todo se veía tan lejano, tan pasajero, tan insulso.
Hoy que nos tocaba regresarnos, hicimos un viaje de última hora a San Pedro. Conocí el nuevo mall que está bien bonito pero no tiene librería (la católica no cuenta); y en una increíble coincidencia, en otro centro comercial encontré la tercera parte de la autobiografía de Simone de Beauvoir. Casi me muero de la felicidad.
No extrañaba mi casa, pero ya estaba un poco ansiosa por venir a descansar. El reloj biológico de Moisés se trastornó tanto que me levantaba tempranísimo todas las mañanas y anoche por estar bailando dormimos dos horas. Sueño que no recuperamos gracias a nuestros amigos las criaturas inmundas que no paraban de llorar detrás de nosotros.
Mi compañero de viaje fue sencillamente perfecto. Es paciente, dulce, adaptable e incapaz de aburrirse, sin importar la actividad.
Regreso a la civilización (sí, todo fuera de Tegucigalpa es un pueblo, lo que no significa que sea necesariamente malo) con energías renovadas y mucha fe en el futuro.
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