Un día de vacaciones, tenía a varias amigas reunidas en mi casa y nos dedicamos a hacer bromas por teléfono (no hay mucho entretenimiento disponible cuando se tiene 13 años). Yo no sé de dónde saqué la idea, pero yo era una promotora de la Iglesia Judía de la Luz, que avisaba a ganadores, escogidos al azar, que se les otorgaba un viaje, con todos los gastos pagados a Tierra Santa.
Una de mis víctimas me siguió la broma, y empezó a sacarme plática. Era un chavito unos dos años mayor que yo, tan seguro de sí mismo como puede estarlo alguien que no te ve a la cara mientras te coquetea. Nos pegamos un buen rato al teléfono, ni siquiera recuerdo qué pasó con mis amigas ese día. Al final le pedí su teléfono, para volverlo a llamar.
Empezó inocentemente, nos contábamos de nuestras vidas, de mis problemas con mi familia, de su vida en una familia numerosa, de todas las loqueras que se puedan vivir a esa edad. Si mi primer curso de secundaria lo pasé rebelándome en contra de los profesores que decidieron separarnos de sección a mi mejor amiga y mí (por lo que no socializamos con nadie en todo el año), este segundo año fue mi primer intento de encajar entre el grupo de las niñas populares. Ninguna de nosotras había tenido novio –excepto la típica niña destinada a descarriarse, que tiene una hermana mayor y por eso probaba todo primero- soñábamos con tener uno, y hacíamos todo para conseguirlo. Éramos de esos intentos de mujer mayor que se arreglan demasiado y pasan en el mall todo el sábado en la tarde. Ahora me pregunto qué rayos me cruzaba por la cabeza. Pues empecé a hablar seguido con K. Tuve que pasar un embarazoso episodio en que mi mamá lo interrogó como a un criminal, dándome más razones para querer llevarle la contraria y acceder a “ser más que amigos” el día que nos encontráramos.
Decidimos conocernos al fin. Tentando al destino, fuimos al cine del mismo centro comercial donde antes tenía la clínica mi mamá. Le mentí diciendo que iba con una amiga, que ya estaba advertida en caso de llamada inesperada. No sé cómo lo reconocí, pero supe que era él. Me pareció extraño, no feo, ni guapo. Se vestía con ropas muy holgadas, tenía una nariz aplastada y el pelo demasiado liso. En el cine saludó a un tío suyo y quién sabe qué adjetivo utilizó para presentarme. Por demasiado tiempo he querido borrar todo este episodio de mi cerebro, y hasta me deshice de los diarios que lo mencionaban, así que hay demasiadas lagunas en este relato. Vimos “Toy Story 2”, por que tener 15 años no lo inmunizó de tener preferencia por los dibujos animados. Nos tomamos de la mano lo que duró la cinta, así que no la recuerdo en lo absoluto. Cuando terminó nos fuimos a sentar en las gradas, justo al lado de la clínica, de donde mi madre ya se había ido. En un momento me pidió permiso para besarme. Qué educado, pero era mi primer beso. Él era todo un experto, ya había tenido novia, y no sé cuántos coqueteos, aventuras, amistades con derecho, o quien sabe qué cosas más. No me imaginaba tener un previo aviso: no quería pensar. Si lo hubiera hecho sin que yo pudiera razonar antes al respecto, tal vez no hubiera sido tan malo, pero me puso nerviosa: dio espacio para la anticipación. Le dije que no.
Nuestro noviazgo telefónico siguió su curso normal (conste que no fue hasta muchos años después que me enteré de los tipos de conversaciones que se pueden llegar a tener por teléfono. Nosotros fuimos bastantes inocentes al respecto), y el asunto del beso se convirtió en un fantasma sobre nuestra cabeza, hasta la segunda vez que nos vimos. Fue en una fiesta en casa de un amigo de la niña precoz que ya mencioné. La casa parecía salida de una serie gringa: típico hijo mimado que los papás dejan solo los fines de semana y que invita a sus amigos decadentes a bailar, a beber y a tirarse a la piscina.
De seguro bailamos, aunque no estoy segura, pero es lo normal en semejantes situaciones. Le presenté a mis amigos, que como buenos cómplices me dejaron sola con él. Desde luego que alguien bebió de más y empezó a hacer escándalo, lo que atrajo a la policía. Para resguardarme del peligro, K. me abrazó, y siguiendo el consejo que obtuvo de mi hermano menor (con el que también platicaba), juntó sus labios contra los míos sin que yo pudiera reaccionar. Nunca he podido determinar si no me gustó el beso, si no me gustaba él, o si la culpa de mentirle a mis papás era demasiada, pero aborrecí ese instante, y a estas alturas de mi vida tengo pesadillas con eso. En un momento sentí su lengua. Quería morirme del asco. Fatal. Cómo me escapé de eso, y cómo se fue sin repetir su hazaña son misterios de mi pasado.
En la siguiente llamada le dije que no quería volver a hablar con él ni volverlo a ver. Por supuesto que se enojó y se desquitó continuando sus pláticas con mi hermano y prometiéndole una dotación de videos porno. Años después trató de limar asperezas y yo no quise, mi arrepentimiento era demasiado, pero la repugnancia era mayor. El primer año de universidad me lo encontraba en los pasillos, yo ni me molestaba en saludarlo. No estoy muy feliz de cómo se dio ni de cómo terminó todo, pero son de esos deslices sin remedio. A veces ni siquiera siento que eso realmente lo viví. Es más bien un espejismo, una de esas malas novelas de Corín Tellado que uno se arrepiente eternamente por haber malgastado energías en voltear a ver.
Una de mis víctimas me siguió la broma, y empezó a sacarme plática. Era un chavito unos dos años mayor que yo, tan seguro de sí mismo como puede estarlo alguien que no te ve a la cara mientras te coquetea. Nos pegamos un buen rato al teléfono, ni siquiera recuerdo qué pasó con mis amigas ese día. Al final le pedí su teléfono, para volverlo a llamar.
Empezó inocentemente, nos contábamos de nuestras vidas, de mis problemas con mi familia, de su vida en una familia numerosa, de todas las loqueras que se puedan vivir a esa edad. Si mi primer curso de secundaria lo pasé rebelándome en contra de los profesores que decidieron separarnos de sección a mi mejor amiga y mí (por lo que no socializamos con nadie en todo el año), este segundo año fue mi primer intento de encajar entre el grupo de las niñas populares. Ninguna de nosotras había tenido novio –excepto la típica niña destinada a descarriarse, que tiene una hermana mayor y por eso probaba todo primero- soñábamos con tener uno, y hacíamos todo para conseguirlo. Éramos de esos intentos de mujer mayor que se arreglan demasiado y pasan en el mall todo el sábado en la tarde. Ahora me pregunto qué rayos me cruzaba por la cabeza. Pues empecé a hablar seguido con K. Tuve que pasar un embarazoso episodio en que mi mamá lo interrogó como a un criminal, dándome más razones para querer llevarle la contraria y acceder a “ser más que amigos” el día que nos encontráramos.
Decidimos conocernos al fin. Tentando al destino, fuimos al cine del mismo centro comercial donde antes tenía la clínica mi mamá. Le mentí diciendo que iba con una amiga, que ya estaba advertida en caso de llamada inesperada. No sé cómo lo reconocí, pero supe que era él. Me pareció extraño, no feo, ni guapo. Se vestía con ropas muy holgadas, tenía una nariz aplastada y el pelo demasiado liso. En el cine saludó a un tío suyo y quién sabe qué adjetivo utilizó para presentarme. Por demasiado tiempo he querido borrar todo este episodio de mi cerebro, y hasta me deshice de los diarios que lo mencionaban, así que hay demasiadas lagunas en este relato. Vimos “Toy Story 2”, por que tener 15 años no lo inmunizó de tener preferencia por los dibujos animados. Nos tomamos de la mano lo que duró la cinta, así que no la recuerdo en lo absoluto. Cuando terminó nos fuimos a sentar en las gradas, justo al lado de la clínica, de donde mi madre ya se había ido. En un momento me pidió permiso para besarme. Qué educado, pero era mi primer beso. Él era todo un experto, ya había tenido novia, y no sé cuántos coqueteos, aventuras, amistades con derecho, o quien sabe qué cosas más. No me imaginaba tener un previo aviso: no quería pensar. Si lo hubiera hecho sin que yo pudiera razonar antes al respecto, tal vez no hubiera sido tan malo, pero me puso nerviosa: dio espacio para la anticipación. Le dije que no.
Nuestro noviazgo telefónico siguió su curso normal (conste que no fue hasta muchos años después que me enteré de los tipos de conversaciones que se pueden llegar a tener por teléfono. Nosotros fuimos bastantes inocentes al respecto), y el asunto del beso se convirtió en un fantasma sobre nuestra cabeza, hasta la segunda vez que nos vimos. Fue en una fiesta en casa de un amigo de la niña precoz que ya mencioné. La casa parecía salida de una serie gringa: típico hijo mimado que los papás dejan solo los fines de semana y que invita a sus amigos decadentes a bailar, a beber y a tirarse a la piscina.
De seguro bailamos, aunque no estoy segura, pero es lo normal en semejantes situaciones. Le presenté a mis amigos, que como buenos cómplices me dejaron sola con él. Desde luego que alguien bebió de más y empezó a hacer escándalo, lo que atrajo a la policía. Para resguardarme del peligro, K. me abrazó, y siguiendo el consejo que obtuvo de mi hermano menor (con el que también platicaba), juntó sus labios contra los míos sin que yo pudiera reaccionar. Nunca he podido determinar si no me gustó el beso, si no me gustaba él, o si la culpa de mentirle a mis papás era demasiada, pero aborrecí ese instante, y a estas alturas de mi vida tengo pesadillas con eso. En un momento sentí su lengua. Quería morirme del asco. Fatal. Cómo me escapé de eso, y cómo se fue sin repetir su hazaña son misterios de mi pasado.
En la siguiente llamada le dije que no quería volver a hablar con él ni volverlo a ver. Por supuesto que se enojó y se desquitó continuando sus pláticas con mi hermano y prometiéndole una dotación de videos porno. Años después trató de limar asperezas y yo no quise, mi arrepentimiento era demasiado, pero la repugnancia era mayor. El primer año de universidad me lo encontraba en los pasillos, yo ni me molestaba en saludarlo. No estoy muy feliz de cómo se dio ni de cómo terminó todo, pero son de esos deslices sin remedio. A veces ni siquiera siento que eso realmente lo viví. Es más bien un espejismo, una de esas malas novelas de Corín Tellado que uno se arrepiente eternamente por haber malgastado energías en voltear a ver.
Sos buena para contar tus historias, me rei mucho por que me acorde de mi 13 años? :), hahaha creo que hubiera sido una adolescencia aburrida en realidad si no las hubiéramos experimentado
ReplyDeletemuy divertido, lamento tus pesadillas, pero qué divertido.
ReplyDeleteDefinitivamente, qué divertido.
ReplyDeletePucha, yo ni me imaginaba que vos andabas en esos asuntos en 2do curso. jajaja Yo vivía en mi mundo de restricción de comida y mejores amigas de Iglesia... :p Pero bueno! jajaja Oìme Marce, hay una pregunta que me tambalea desde que empecé a leer el post: La niña precoz, quién es? Es Lo...?
ReplyDeleteUy no! La niña precoz es rubia. Y su apellido empieza por S.
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